Puede que la Recopa Sudamericana, que enfrenta a los campeones de la Copa Libertadores y la Copa Sudamericana, no tenga el glamour de otras competencias continentales. Al fin y al cabo, al igual que la Supercopa de la UEFA, es un torneo cuyo ganador no tiene demasiado de que jactarse ni cuyo perdedor vaya a caer en depresión después de una derrota. Es un título más bien de adorno, de esos que convienen a la Conmebol y a los mismos clubes, por el dinero que ingresan por taquillas y publicidad, y que sólo añaden una fecha a seguir en el calendario para los hinchas más fieles.
Todas estas premisas fueron olímpicamente obviadas por Independiente y Gremio, los dos protagonistas de la final de ida, que salieron a jugarse la vida. Ayer sintonicé el partido más por responsabilidad profesional que por goce, y terminé gozando mucho más que tomando notas. El Libertadores de América, estadio ubicado al sur del Gran Buenos Aires y remodelado en el 2009 con una arquitectura que mezcla un poco el Lugi Ferraris de Génova y el antiguo Highbury Park de Londres, fue el escenario perfecto para una batalla futbolística con mucho color y de alto nivel.
Recibimiendo Final Recopa Sudamericana – Independiente vs Gremio: https://t.co/QF12esDMGd via @YouTube
— ϻαтι Ψ? (@MatiiDelRojo) February 15, 2018
El Rojo, como es conocido el equipo argentino, salió al campo con una idea clara: el fútbol y la técnica la pondrían los brasileños, y todo lo demás tendría que salir de los botines —y corazones— de los argentinos. Así fue. A los 22 minutos, cuando el Gremio ya había conseguido dominar el juego, su delantero y figura Luan aprovechó un error defensivo de Amorebieta —ex Athletic de Bilbao— y marcó el primero. Sólo seis minutos después, el delantero argentino Gigliotti tiró un codazo a un defensor del equipo brasileño y se fue expulsado. El Gremio quedaba con un hombre más a falta de dos tercios de partido. Cuesta arriba para el Rojo. Pero si algo sabemos los que hemos visto unos cuantos partidos de fútbol es que hay pocas cosas más peligrosas que un equipo argentino herido.
Lo cierto es que el Independiente, como azuzado por la expulsión —justa, por cierto— de su delantero centro, empezó a manejar la pelota; los laterales pasaban como aviones y los mediocentros no perdían una dividida. Un centro de pelota parada al minuto 33 fue desviado por un defensor brasileño, e Independiente, gracias a un gol en contra, empataba el partido. El Libertadores se venía abajo. La Barra del Rojo ensordeció al resto de espectadores, incluso a través de la TV.
El dominio argentino duró hasta que terminó el primer tiempo y quince minutos más, cuando la pasión y la fortaleza mental cedieron ante el cansancio físico. Las piernas ya no daban, y los brasileños, técnicos, rápidos y precisos, volvieron a dominar el partido. Sin generar demasiadas acciones de peligro, dejaron claro que tenían todo bajo control, aunque ninguno de sus rivales pareció prestarles atención. Independiente hizo caso omiso: sus jugadores, acalambrados, se tiraban al piso en cada dividida, luchaban con el alma cada pase, y se nutrían con los gritos de su hinchada.
El árbitro tenía un fierro caliente entre manos. Los argentinos, a falta de fútbol, hicieron lo posible por provocar una expulsión en el rival y, aunque no lo lograron, no estuvieron lejos. La final de ida terminaría en empate, un 1-1 que deja la eliminatoria totalmente abierta, sobre todo teniendo en cuenta que, en esta competencia, el gol de visitante vale lo mismo que el de local. Estas cosas tiene Sudamérica, tan atrasada en muchas otras. El fútbol se vive como tiene que vivirse: un gol vale un gol, no importa donde lo marques, y en los partidos hay que dejar la piel. Aquí no hay Emerys que saquen al goleador para cuidar un empate. Y si los hay, los tenemos escondidos.