A Casto Herrezuelo, mítico camarero y copropietario del bar El Palentino, fallecido el 22 de febrero de 2018 a la edad de 80 años
“A mí no me lleves a un teatro, llévame a un bar, bar”. Siempre que le proponía a mi padre tomar una caña o un café ponía como condición esa premisa. Para que nos entendamos, él no quería ir a ningún establecimiento excesivamente decorado ni moderno, no le gustaban los sitios de temática baladí, en los que el postureo y la puesta en escena tuvieran más importancia que el tiro de la caña, la calidad de los aperitivos y las viandas o los precios de la carta.
Él, que había trabajado sesenta años en el negocio de la hostelería, como aprendiz, pinche, camarero, encargado y finalmente propietario, quizá fuera de los primeros en advertir el principio del fin de los bares clásicos de Madrid. A mí también me gustaban los sitios que él sugería, como Bodegas Rosell, en General Lacy, donde aún se pueden degustar unas deliciosas alcachofas con jamón y un buen vermú de grifo; la Taberna Martín, en General Palanca, donde presumen de servir la mejor sangría de Madrid, o El Cisne Azul, en Chueca, en el que se cocinan las mejores setas de la capital y donde su dueño, el incombustible Julián Pulido, apoyado en el quicio de la puerta de su bar, ha visto como el barrio pasaba de ser un lumpen abandonado en el que yonkis y filibusteros de todo pelaje deambulaban entre cuatro sórdidos locales de ambiente, a lo que es ahora, un lugar ecléctico invadido por un virus de superflua modernidad.
Pasea uno por Lavapiés, Malasaña, Arganzuela o Chamberí y no hay día en el que no se descubra como alguno de los bares más bravos y cañís de siempre se han reconvertido en establecimientos moderners de hamburguesas de autor, gin tonics menestra o vinaterías y gastro bares que tienen la misma autenticidad que Milli Vanilli. O que esas mismas tascas de toda la vida han sido convenientemente remozadas con elementos e iconografía hípster, cuadros con motivos cinegéticos y un barbudo tatuado detrás la barra.
El bareto de barrio siempre ha sido un punto de encuentro para parroquianos y vecinos, un lugar económico y accesible, de confianza, una segunda casa donde poder cenar, comer u olvidar las penas sin que fuera necesario estar rodeado de grandes bombillas de filamento visto o llamativos dispendios decorativos. Y sin tener que pagar un precio desorbitado. Ahora son una rara avis en lucha contra la gentrificación.
El pasado martes Casto Herrezuelo me sirvió un botellín. El jueves ya no estaba. El camarero y copropietario del Bar El Palentino, sito a un paso de la oficina de A La Contra y quizá el único bar cañí que queda en el barrio de Malasaña, había fallecido a los ochenta años. Quiero pensar que era él el que mantenía el espíritu y la autenticidad de un bar con la plancha siempre caliente donde uno podía tomarse un estupendo tentempié o una cerveza bien fría a buen precio. Un bareto que había respetado la barra y la decoración original desde los años cuarenta, por el que ha pasado y pasa la más pintoresca fauna madrileña y en el que se respira un genuina atmósfera con olor a pepito de ternera y copa de 103. Sentarse en alguno de sus ajados taburetes es sentarse sobre un pedacito de la historia de Madrid. Tan solo espero que se mantenga tal y como está, aunque solo sea por rendirle tributo al bueno de Casto.