Todo el mundo sabe que el agua se congela a cero grados centígrados pero existen ciertas circunstancias (impurezas o condiciones termodinámicas particulares) en las que esto puede no ser así. En el caso del agua de lluvia, hay situaciones excepcionales en las que las gotas pueden caer líquidas a temperaturas inferiores a cero. Se trata de un equilibrio tan inestable que el mero hecho de tocar el suelo (o cualquier otra cosa) hace que esas mismas gotas se congelen al instante formando una capa de hielo. A este curioso fenómeno se le conoce como Lluvia Engelante y, quizá por ser algo que estamos viendo en estos días de frío, es lo que se me vino a la cabeza viendo el Atleti-Valencia de ayer.
La dinámica ascendente de los últimos años, el espíritu ganador impuesto por Simeone, la facilidad de los medios para juzgar los puntos negativos de un equipo que entienden que compite en igualdad de condiciones con los que le cuadriplican el presupuesto, la misma facilidad de los mismos medios para minusvalorar los puntos positivos, la euforia intransigente y desquiciada de los recién llegados a la religión colchonera, la mala gestión de los fichajes, un precipitadísimo (y frustrante) traslado de estadio, un inesperado (y frustrante) mal resultado de Champions, el permanente estado de duda sobre la administración del club y ese pesadísimo esfuerzo constante (y muy artificial) de hacer creer a los aficionados colchoneros que nada les ha cambiado cuando en realidad les ha cambiado todo (y no precisamente para mejor), han instalado al Atlético de Madrid en un estado muy parecido al de la Lluvia Engelante. Una situación en la que toda tranquilidad parece cogida con pinzas y en la que sólo se puede fluir con naturalidad mientras no existan contratiempos. Al toparse con uno, el que sea, cualquier opción de gestionar los sentimientos de una manera proporcionada acabará inmediatamente congelada.
A horas intempestivas y en un día de frío y nieve más propio de las afueras de Winterfell que de Madrid, el Atleti enfrentaba su partido contra el Valencia en una situación inmejorable. Varios puntos por encima de sus rivales para alcanzar la Champions y con posibilidades de recortar distancias con el primer clasificado. Parecía motivo de fiesta pero no lo fue. Ni mucho menos. Divisé más ansiedad que alegría. En circunstancias normales, un entorno así serviría para disputar el encuentro sin la presión de no poder cometer errores, pero el equipo no vive actualmente en circunstancias normales. Incluso después de haber ganado el partido a su principal perseguidor en la tabla, la sensación que se respiraba al salir del estadio era más de “menos mal” que de “qué bien”.
Los de Simeone jugaron una primera media hora bastante buena que hoy nadie recuerda. Con una alineación ofensiva y sorprendente (Saúl y Koke en el doble pivote, dejando a Carrasco, Correa, Costa y Griezmann arriba) se quedó con el balón, mantuvo a su rival en su propio campo y dominó el partido dando buenas sensaciones. El problema es que no metió gol y eso hace que automáticamente, en las circunstancias actuales, el rival parezca mejor. No lo fue. El Valencia ganó el centro del campo finalizando la primera parte y a partir de ahí llevó el partido al lugar que quiso pero, en un encuentro igualadísimo desde ese momento, creo que fue el Atleti el que más empeño puso en ganarlo. Eso sí, sólo consiguió hacerlo a partir del talento individual de uno de los que mejor jugaron. Ángel Correa.
El efecto engelante se vio también con el árbitro. Un mal colegiado al que, por alguna razón, se le siguen premiando sus desmanes. Ayer, en un partido que no tuvo mucho problema, hizo cosas raras que provocaron la ira de una parroquia especialmente sensibilizada con este tema. Es raro que no te piten un solo penalti en 22 jornadas de Liga. Ni siquiera cuando a tu jugador le sacan dos dientes de un codazo y tiene que dejar de jugar. Es raro que minutos después no dejen entrar al sustituto por una simple cuestión de capricho o de demostrar quién es más machote. Es raro que en un partido con un nivel de intensidad muy parejo y con la estadística de balones recuperados y de posesión del balón muy igualada (prácticamente al 50% para cada uno) el árbitro pite 18 faltas a un equipo pero sólo 4 al otro.
Pero es que volvimos a ver el mismo efecto engelante en esa anécdota (sí, una anécdota en otras circunstancias) acaecida entre Griezmann y un sector de la grada. En el fragor de la batalla, con la tensión de un partido que se ganaba por la mínima pero que no terminaba nunca, el francés decidió mantener la posesión del balón en lugar de continuar un contrataque que encaraba con superioridad. Una decisión inteligente, si la pensamos con la cabeza, pero incomprensible si se analiza desde un corazón acelerado. Una parte del graderío, esa que está permanentemente enfriada por debajo de su punto de congelación, decidió pitar a Griezmann y éste, malhumorado, les ofreció un evidente (y feo) gesto de desaprobación. Personalmente no entiendo que hubiese ayer razones para pitar a Griezmann. Detesto esa actitud intransigente con los futbolistas, pero un jugador profesional no puede aceptar las críticas de esa manera. Sean justas o no. Si son profesionales para reclamar la cláusula de rescisión o para que entendamos sus ganas de mejorar en la vida, deberían ser profesionales para todo.
Al final, que parece lo menos importante, el Atleti suma tres puntos más que dejan al equipo a la misma distancia del líder que del tercero. No parece una situación muy dramática pero oye, habrá que esperar a que suban las temperaturas para disfrutarlo.