El pasado 5 de junio, semanas antes de que se confirmase el fichaje de Neymar por el PSG, ocurrió un hecho de enorme transcendencia geoestratégica en el Golfo Pérsico. Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Egipto rompieron relaciones diplomáticas y, esto es lo realmente importante, de transporte con Qatar. Es decir, le bloquearon. Justificaron dicha decisión acusándolo de respaldar a grupos extremistas de Oriente Medio y relacionarse con Irán, el rival regional de Arabia Saudita. Qatar negó dichas acusaciones.
En los últimos meses, Qatar, principal exportador mundial de gas natural licuado, ha cerrado la compra de aviones de combate F-15 de Estados Unidos, siete buques de guerra de Italia y ha sondeado la compra de una parte de American Airlines. Movimientos financieros y militares que han causado incertidumbre en la región. De forma paralela ha acometido el pago de la cláusula de Neymar al Barcelona para llevarlo al PSG, una operación de calado que va mucho más allá de los 222 millones de euros que ha costado sacarle del Camp Nou. Se calcula que el montante total de la operación ronda los 600 millones, si se suman otros costos como los honorarios de intermediarios, agentes y del padre del jugador, que podrían llegar a 50 millones; el salario del jugador durante los cinco años de contrato (30 millones anuales netos) y los 300 millones que ganará el fisco francés durante esas cinco temporadas.
El fichaje ha sido calificado como una «operación diplomática», más que futbolística o incluso financiera. El PSG ha triplicado la venta de las camisetas, cuyos precios se han disparado hasta los 155 euros en la versión premium y 100 en la estándar. Hoy la camiseta del PSG con el número 10, dorsal que cedió a Neymar el argentino Pastore (ahora con el 27), es una de las más vendidas en Asia. Pero más allá de este ejercicio de mercadotecnia, el PSG , y con ello el emirato de Qatar, ha aumentado su visibilidad en centros de negocio donde no había penetrado, como Indonesia, Japón y el resto de Asia. El mercado más atractivo del planeta en estos momentos.
El PSG es solo una más de las propiedades de Qatar Sports Investment, la rama deportiva del fondo soberano qatarí, QIA, que compró el 70% del PSG en mayo del 2011 y un año después completó la adquisición con el 30% restante. Nasser Al Khelaifi, el presidente del PSG, es uno de los ejecutivos del fondo en Europa. Un fondo creado en 2005 por el anterior emir de Qatar, Hamad bin Khalifa Al-Thani, con el objeto de invertir parte de los beneficios del petróleo y el gas natural para aumentar su patrimonio a través de la compra de activos. Esta tarea ha permitido que el emirato participe en multinacionales como Volkswagen (tercer accionista), Glencore, Siemens, Tiffany’s, Brookfield, Barclays o Credit Suisse. Además de ser dueño de los almacenes Harrod’s, el Empire State Building de Nueva York, la Villa Olímpica de Londres o el edificio Shard, a lo que suma ser accionista de la Bolsa de Londres, dueño del 61% en la red de tuberías de gas británica, National Grid, del 19,5% del gigante ruso del petróleo Rosneft y del 4,6% de la petrolera Royal Dutch Shell.
Lo anterior convierte en una nimiedad la inversión de 600 millones realizada para utilizar a Neymar como embajador de Qatar en el mercado global del fútbol. No es una cuestión de modelo de negocio, ni de rentabilidad. Ni siquiera de mercadotecnia. Qatar llevó a Neymar al PSG con fines diplomáticos, por más que el ministro de Finanzas de Qatar, Ali Shareef Al Emadi, lo negase en un editorial que se publicó en Bloomberg: «Qatar no utiliza herramientas económicas para dañar a los socios comerciales. Ni tampoco aprovechamos los negocios para obtener ventajas políticas». El fútbol dejó de ser un deporte para convertirse en un negocio. Ahora asciende otro escalón y se convierte en un arma diplomática. Y lo hace de la mano de Neymar, el primer ‘petrofutbolista’.