No se dejen engañar. No es Alemania quien domina el medallero de los Juegos Olímpicos de Pyeongchang después cuatro días de competición; es Corea del Norte. Lo que era un país satanizado por Occidente (y tal vez no falten razones) se ha convertido en un estado conciliador gracias a una estrategia diplomática que algunos medios han denominado como la Charm Offensive, algo así como la Ofensiva del Encanto, o del cariño, escojan el amoroso adjetivo que prefieran.
Todo comenzó cuando Kim Jong-Un, peculiar dictador de Corea del Norte (entre sádico y cómico), comunicó el pasado 1 de enero que sus deportistas participarían en los Juegos “con el objetivo de que las autoridades del Norte y del Sur puedan encontrarse en un futuro próximo”. El mensaje resultaba desconcertante por su buen tono. En septiembre de 2017, Corea del Norte había hecho una prueba nuclear con una bomba de hidrógeno que generó un terremoto de magnitud 6,3 y siguió provocando réplicas tres meses después. En noviembre se recrudeció la infantil guerra de insultos entre Kim Jong-Un y Donald Trump. El dictador calificó al presidente de Estados Unidos como un “viejo chocho mentalmente desquiciado” tras las amenazas americanas de destruir “por completo” Corea del Norte. El presidente de Estados Unidos replicó en las redes sociales: “¿Por qué Kim Jong-Un me llama viejo cuando yo nunca le llamaría bajo y gordo? Bueno, seguiré intentando ser su amigo y tal vez algún día suceda”. La tensión parecía disparada y sobra decir que cada vez que los norcoreanos sacan brillo a sus misiles son sus vecinos del Sur quienes más se inquietan.
A pesar del clima indudablemente enrarecido, el gobierno de Corea del Sur recibió con agrado el anuncio de Kim Jong-Un y el COI cursó invitaciones a dos patinadores norcoreanos que no habían confirmado su participación en el plazo convenido. Asimismo, se amplió de 23 a 35 el número de jugadoras del equipo femenino de hockey para que pudieran entrar las doce norcoreanas. El susto llegó cuando Pyeongyang programó una parada militar para el día antes de la inauguración de los Juegos. Para alivio del mundo, el desfile no fue una exhibición lujuriosa de armamento (como suele), sino una coreografía militar de perfil bajo. Había comenzado la Charm Offensive, representada en la ceremonia de inauguración con el desfile de los coreanos bajo una bandera unificada.
Poco a poco se fueron teniendo noticias de la delegación norcoreana. Incluiría un grupo de animadoras, una orquesta, un número incontable de miembros del Partido y un equipo de taekwondo para hacer exhibiciones. Todo ellos forman parte del decorado que rodea a 22 deportistas inscritos en hockey (en este caso como equipo femenino unificado), patinaje artístico, patinaje de velocidad en pista corta, esquí alpino y esquí cross-country. O tal vez los deportistas sean el decorado.

Al frente de la expedición se colocó Kim Yo Jong (30 años), la hermanísima del sátrapa y uno de los personajes más poderosos de Corea del Norte, aunque en apariencia sea una cara amable. Su currículo es extenso a pesar del hermetismo del régimen. Ejerció como vicedirectora de propaganda y agitación del Partido de los Trabajadores, en 2014 fue promocionada al Politburó y ese mismo año sustituyó temporalmente a su hermano al frente del gobierno por un problema médico (diabetes). Como anexo a su expediente hay que señalar que su nombre está en la lista negra del Departamento del Tesoro de Estados Unidos.
El caso es que Kim Yo Jong, formada académicamente en Suiza (al igual que su hermano), ha desarrollado en los tres días que ha durado su visita al Sur un acercamiento diplomático como no se había visto en 70 años. Además de dulcificar la imagen de Corea del Norte, ha tomado el centro de la escena. El pasado sábado se encontró con el presidente surcoreano Moon Jae-in en el palacio presidencial conocido como la Casa Azul. Allí le transmitió una invitación para que visitara al Norte para verse con su hermano. No sólo eso: le entregó una carta en la que le pide que lidere el proceso de reunificación, tarea que tenía como prioritaria en su campaña a la presidencia.
Como es fácil suponer, Estados Unidos ha asistido a todos estos movimientos con la intranquilidad del cornudo. Antes de llegar a Seúl, el vicepresidente de Estados Unidos, Mike Pence, aseguró que la actitud de Corea del Norte no estaba engañando a nadie. “No permitiremos que la propaganda norcoreana secuestre el mensaje y la imagen de los Juegos”, dijo Pence tras reunirse con el primer ministro japonés, Shinzo Abe. “Estaremos allí para animar a nuestros atletas, pero al mismo tiempo estaremos allí para apoyar a nuestros aliados y recordar al mundo que Corea del Norte es el régimen más tiránico y opresivo del planeta”. Mike Pence, por cierto, se trasladó a Corea con el padre de Otto Warmbier, el joven estadounidense que estuvo encarcelado en Pyongyang y que murió después por daños cerebrales. Los dos se encontraron con desertores del Norte.
Ha sido en las últimas horas cuando Pence ha aceptado la posibilidad de entablar un diálogo. “La presión no cesará hasta que den un paso hacia la desnuclearización. Así que la campaña de máxima presión continuará y se intensificará. Pero si quieren hablar, hablaremos”.
Si Corea del Norte tenía como objetivo contraprogramar los Juegos, o utilizarlos en beneficio propio, es obvio que lo está consiguiendo. Ya lo intentó en 1988, con catastróficos resultados. La última vez que Corea del Sur albergó unos Juegos, el Norte fue tan lejos en su intento de restar atención a Seúl que llevó a su economía a la perdición y a su pueblo a la hambruna. La organización del Festival Mundial de Juventud en julio de 1989 supuso un gasto de miles de millones. Para demostrar su política de autosuficiencia, el Norte invitó a delegaciones de más de 170 países para una semana de exhibiciones, seminarios, competiciones y actuaciones musicales. Se construyó un hotel de 105 plantas que aún no se ha terminado, estaciones de metro decoradas con mármol, una réplica del Arco del Triunfo y un estadio para 150.000 espectadores. También se importaron más de mil Mercedes para acomodar a los invitados más influyentes.
El Festival dejó prácticamente en la bancarrota las arcas del gobierno pocos meses antes de la caída del Muro de Berlín. La retirada de los subsidios para los alimentos por parte de China y la Unión Soviética, los desastrosos efectos de la colectivización agrícola y las inundaciones seguidas de una pertinaz sequía, provocaron una hambruna que mató entre dos y tres millones de coreanos.
Ahora todo es distinto, por fortuna. Corea del Norte ha aprendido que el deporte no es un enemigo, sino un motor para los cambios, tal y como demostró la diplomacia del ping-pong en 1971. Entonces, el equipo de tenis de mesa de Estados Unidos aceptó la invitación del gobierno de la China comunista para jugar un torneo amistoso y terminar con un bloqueo que tenía más de veinte años, lo que propició un posterior encuentro entre Richard Nixon y Mao.
Igual que sucedió hace casi medio siglo, la victoria deportiva es lo menos importante. Hace 46 años, los americanos perdieron al ping-pong contra los chinos, pero ganaron mucho más; hace dos días, el equipo de hockey de la Corea unificada cayó contra Suiza por 8-0. Cada gol en contra era recibido con un grito de ánimo por un centenar de cheerleaders norcoreanas, uniformadas con chándales rojos y gorras blancas. En el palco se encontraban el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, y Kim Jo Yong, la hermana del dictador de Corea del Norte. Y no parecían muy afligidos por la derrota.