Al fútbol se puede entrar de distintas formas y por diferentes lugares. Algunos entran por la puerta más grande, la que todos, en el fondo, soñamos cruzar: se ponen los botines, hacen los goles, los detienen, y se sacan fotos con todo el mundo. Esos son los más afortunados. Y, como es regla, los afortunados siempre son la minoría.
Nosotros, el 99%, entramos por puertas más pequeñas —y alguno que otro por la ventana—. La mayoría simplemente lo discutimos, lo practicamos con despreocupación, lo vemos por la tele e incluso algunas tardes en el estadio. Lo observamos y de alguna manera nos vamos llenando de él: porque somos niños perennes y queremos seguir jugando o porque la vida es demasiado complicada y necesitamos, a veces, reglas muy simples para estar felices. Lo cierto es que se vuelve algo parte de nosotros; o nosotros, más bien, nos volvemos fútbol.
En esa especie de mutación o evolución, muchos detalles van definiendo nuestra pasión. Los colores de las camisetas, los estadios más ruidosos, los jugadores más talentosos, los más guapos, las banderas de los países. Y las voces.
En cada rincón del mundo donde hay una pelota y una radio, hay voces que asociamos con el fútbol. Voces que han estado desde siempre, que se vuelven tan cotidianas como icónicas, tan necesarias que terminan siendo parte del juego mismo. El partido no es el mismo sin la voz de quien lo relata, sin las frases que nos enganchan y que nos hacen —como con nuestros músicos o actores favoritos— sentirnos inmensamente cercanos. Como amigos.
Ayer por la tarde, en Lima, después de jugar su partidito semanal, falleció a los 48 años Daniel Peredo, una de las voces de mi generación. Peredo fue periodista deportivo desde joven y se convirtió en uno de los narradores más reconocidos del país. Después empezó a narrar los partidos de la selección, y su voz se fue asociando partido a partido con la blanquirroja. Con sus derrotas, sobre todo, y con sus chispazos gloriosos, meros placebos para nuestro habitual estado de coma.
Pero todo fue cambiando, o cambió de pronto, más bien, como suele suceder en la vida. Una serie de eventos afortunados, de buenos partidos y mejores reacciones terminó por meter a Perú en un Mundial después de 36 años. De pronto, la voz de Peredo se convirtió en la voz de la alegría y del triunfo sufrido e inesperado. Nos representó a todos los dementes que seguíamos viendo a nuestra a selección a pesar de que el mundo parecía insistir en que no valía la pena hacerlo. Siempre estaba ahí, Peredo, optimista pero crítico.
Conversé con él hace unos meses, cuando Perú todavía estaba a punto de definir su clasificación frente a Argentina y Colombia. Me dijo que vivía los partidos con mucha emoción, pero trataba de guardar mesura con sus expectativas porque sabía que aún no le habíamos ganado a nadie. También me dijo que relatar a Perú en un Mundial era uno de sus sueños más grandes.
Veremos ahora el Mundial y será con otra voz. Seguirán estando ahí nuestros once compatriotas, seguirá estando Francia al frente y Rusia de fondo, aún celebraremos los triunfos y sufriremos las derrotas, pero no estará más la voz de mi generación para acompañarnos.
Habrá que ver el fútbol en silencio, para poder seguir escuchándola.