Se asomó a la ventana para decirles adiós. Allá iban, con la bufanda blanquiazul al cuello, la mochila cargada de viandas y algo de abrigo por si refrescaba a la vuelta. Les había preparado unos buenos bocadillos de lomo con queso, un termo de café con leche y una banasta de frutas de Aragón. A Agustín le volvían loco desde que se las trajo su tía Pepa de Calatayud. Las pipas y las bebidas siempre las compraban en el estadio.
Agustín se giró sonriente, saludó con la mano a su madre y desplegó la bandera que portaba. Pedro encendió lo poco que quedaba de puro, miró a su esposa y levantó altivo la barbilla al tiempo que soltaba una espesa bocanada de humo. Ahí les dejó de ver, como si se los hubiera tragado aquella nube negra que dejaba la breva de su marido.
Al principio entendía la obligada soledad dominical como un indiscutible deber de esposa. Era como tenía que ser. Los hombres, ya se sabe
Regresó despacio al interior de la casa, ahora silenciosa y recogida. Se acercó enseguida a la cocina y pasó la bayeta sobre la encimera limpiando sobre limpio. Luego recogió el tendedero y se entretuvo limpiando unos boquerones. La actividad le ayudaría a escapar de la amargura, a liberarse de la odiosa tarde de domingo, triste e interminable, especialmente para ella.
Al principio entendía la obligada soledad dominical como un indiscutible deber de esposa y hasta le parecía que las ausencias de su marido formaban parte de una rutina marital común y corriente que compartían con todas las demás parejas. Era como tenía que ser. Los hombres, ya se sabe.
Luego, las tardes de domingo se aliviaron con la llegada de Agustín, un regalo, un niño bueno y hermoso que colmó de compañía y felicidad muchas tardes de su vida durante años. Hasta que se hizo mayor. Entonces empezó a irse con su padre, al fútbol, y ella comenzó a sentirse cada vez más sola, resignada a cumplir en silencio con las abnegadas obligaciones de las madres decentes.
Extendió la tabla de la plancha frente al televisor y se dejó llevar entre el vapor y las cacerías del guepardo. Al rato, tomó el costurero y remendó un calcetín. Luego, cogió un canasto de judías verdes y las peló. Se acababan los quehaceres y la angustia ya comenzaba a producirle ardor de estómago. Por alguna razón que no entendía se veía incapaz de sentarse tranquilamente en el sofá a leer un libro o una revista, de escuchar música o de salir a dar un paseo; qué iba a decir la gente al verla caminar sola por el barrio.
Estaba abatida, le cruzaban malos pensamientos y rompió a llorar. No podía simular ni un segundo más. No podía seguir engañándose así. Sabía que si no alzaba la voz, que si no tomaba alguna decisión, por dura que esta fuese, todo seguiría igual. Se callaría y aguantaría, como siempre, como tenía que ser. Si no había protestas y no se desviaba de la línea que marcaba Pedro no pasaría nada. Pero esa tarde estaba por primera vez confusa y no acertaba a tapar la boca a la mujer, harta, que chillaba y se rebelaba por encima de la esposa mansa y callada.
De pronto se notó cansada de penar en silencio, de vivir instalada en aquella rutina que estaba acabando con sus mejores años. No pintaba nada. Daba igual que estuviera alegre o deprimida. Sólo se le pedía sumisión y las camisas bien planchadas. Hasta aquella tarde nunca se había parado a pensar en lo injusta que estaba siendo la vida con ella. Se asustó al imaginar el final de sus días, vieja, débil y sola en la casa siempre vacía, y pensó que no era demasiado tarde para evitar tan triste final.
Todavía era joven y cuando se arreglaba para salir con Pedro, si alguna vez salían, se transformaba en una mujer que llamaba la atención, lo decía todo el mundo. Había estudiado mecanografía y secretariado, pero abandonó la búsqueda de trabajo en cuanto se casó, no faltaba más. Podía retomarlas de nuevo, ponerse al día.
Ya estaba bien. Llevaba cerca de veinte años cumpliendo como esposa y madre según el manual de antes, el de toda la vida, como mandan los cánones. Era una mujer, mujer, como le gustaban a Pedro, no esas frescas capaces de ver a sus maridos fregando los platos, poniendo pañales o haciendo la cama sin hacer nada por evitarlo, tan panchas, con la conciencia bien tranquila. Ella no. Ella soportaba toda la carga doméstica, la dura intendencia diaria, las compras, el instituto de Agustín, sus estudios y actividades extraescolares, la tartera de Pedro lista a las seis y media. Que no dijese ninguno que le había faltado un calzoncillo que ponerse o un pantalón sin planchar.
Pensó también que a lo largo de todos esos años de matrimonio apenas había tenido tiempo para ella, para disfrutar de un poco de ocio y diversión
Se acordó de su madre, de su ejemplo e influencia, de aquella mujer que nunca habló de más, que se limitó durante toda su vida a atender las necesidades de su hombre, que pasó por el mundo escondida y en silencio, tejiendo jerséis que a nadie gustaban y que nadie se ponía.
Pensó también que a lo largo de todos esos años de matrimonio apenas había tenido tiempo para ella, para disfrutar de un poco de ocio y diversión, siempre trajinando como una burra para que todo estuviera limpio y en orden. No como Pedro, que apenas paraba por casa; si no era la fábrica, era el fútbol, o la peña del equipo, o las cañas de cada noche después del trabajo, o el vermú de los fines de semana en Casa Parras. Cosas de hombres. Y cuidadito con rechistar. Y más cuidadito aún si a su regreso venía más cargado de cañas que de costumbre. O si su equipo perdía el domingo por la tarde.
Dudaba. No podía aceptar sin más que la vida era así, que había que aceptar el papel dictado por la decencia y soportar aquella mansedumbre con valerosa dignidad. Porque estaba sufriendo, por mucho que tratara de disimularlo.
Sentía sana envidia de algunas vecinas cuando las veía salir bien temprano de excursión, con sus maridos, con sus hijos, en familia, sonrientes. Se daba cuenta de que ya era de las pocas en el barrio que vivía como en los sesenta y comprendía entonces que había otras formas de entender y disfrutar de la vida, del matrimonio, del amor.
Sabía que los tiempos habían cambiado. No sabía si para mejor, pero notaba que las mujeres ya no eran como antes, como decía su madre que tenían que ser. Lo veía en la televisión. Lo percibía en el mercado, donde cada vez más hombres hacían la compra como si nada, con los niños, a los que muchos ya acompañaban sin vergüenza en los juegos del parque o empujando el carrito, de paseo, con toda naturalidad.
Sabía lo que la derrota traía siempre a casa. El fútbol, el maldito fútbol, se había convertido en el caprichoso termómetro del carácter de Pedro
No era una esclava, merecía respeto, quería cambiar. Pero tenía miedo. Pedro no iba a permitir ningún motín, ninguna opinión de más que cuestionase su hombría. Se le podría ir la mano. Ya se le iba.
Se enjugó las lágrimas, caminó despacio hasta el aparador y encendió temerosa el transistor. Llegaban cantos apasionados de goles entre pitidos intermitentes, docenas resultados y clasificaciones, anuncios de apuestas, canales de pago y embutido.
Miraba la foto de la primera comunión de Agustín cuando le llegó el resultado del partido que su marido y su hijo estaban presenciando en directo. Su equipo iba perdiendo, en su propio estadio, y el marcador dejaba un mensaje lleno de inquietud.
Le dio un vuelco el corazón. Sabía lo que la derrota traía siempre a casa. El fútbol, el maldito fútbol, se había convertido en el caprichoso termómetro del carácter de Pedro y le esperaba una noche que no iba a poder soportar.
Se tapó la cara con las manos y apagó la radio. Deambuló nerviosa por el salón, como si estuviese acosada por un mal inminente y necesitase con urgencia una salida, un pasadizo salvador oculto detrás de algún mueble. De pronto, cambió el gesto y caminó decidida hasta la habitación de matrimonio. Abrió el armario, cogió una maleta de la balda superior y la llenó de prendas cogidas al azar de los cajones. La cerró con saña, se dejó caer sobre la cama y rompió a llorar.
El intenso arrebato le había llevado muy lejos y un torrente de dudas cruzó por su mente. Pero ya no podía dar marcha atrás. Por primera vez en su vida había pensado sólo en ella.
Aguantó la congoja, secó las lágrimas y observó la maleta mientras llenaba los pulmones de dignidad. Consultó el reloj de pulsera. Tenía tiempo y paseó despacio por la casa. Envuelta por la melancolía, miró los cuadros y las fotos, entró en la cocina y el baño, abrió el costurero, acarició las mantelerías y bajó las persianas.
Se puso el abrigo y se dispuso a escribir una nota. Apoyada en el aparador reparó de nuevo en la radio y no pudo resistirse a escuchar de nuevo el programa deportivo. Ahora, las noticias que llegaban desde el estadio en el que estaban Pedro y Agustín le llenaban de inconfesable alivio. El equipo de su marido había remontado con gran juego, tenía tres goles de ventaja y sólo quedaban cinco minutos para el final del encuentro. Suspiró profundamente y dibujó sin querer una pequeña sonrisa.
Temía el significado de las derrotas, pero también conocía los pequeños placeres de los triunfos. Pensó en su hijo, henchido de felicidad a su regreso. En Pedro, que seguro portaría la sonrisa del novio que la enamoró. No podía abandonarles, dónde iba a ir, más valía lo malo conocido, otras están mucho peor, seguro que Pedro cambiaría con los años, que algún día los llevaría de excursión al Alberche.
Se quitó el abrigo, corrió a la habitación y deshizo la maleta a toda prisa. Se lavó la cara frente al espejo y vio de nuevo a la mujer que había despedido por la ventana a su familia. La angustia se había terminado. Todo volvía a ser como antes. Se acabaron las ensoñaciones. Nada quedaba ya de lo pensado, borrado de inmediato por un súbito olvido. Esa noche regresarían felices y hambrientos. Quería darles una sorpresa. Les prepararía revuelto de morcilla, carne a la plancha y cogollos con anchoas, como en los restaurantes de postín. Seguro que le iban a felicitar.