Visto a través de la ventana, el horizonte parece arder.
Constantemente el cielo en Buenos Aires me hace recordar aquello que David Foster Wallace dijo acerca del cielo de Nueva York: “Tan limpio que casi se oye la combustión del sol»*.
En Venezuela, de donde provengo, la presencia de la luz natural varía poco durante el año, sin presentar los cambios radicales que sí se advierten en Buenos Aires. Nuestra ubicación geográfica hace que las estaciones sean conceptos que en casa vemos como algo impropio. Nuestro sentido climático está más relacionado con dos épocas: sequía y lluvia, antes que con las clásicas Invierno, Primavera, Verano… Las variaciones parecen casi imperceptibles al amanecer y al anochecer. Me conmueve recordar aquello que el artista plástico Carlos Cruz-Diez dijo sobre la luz de Caracas entre noviembre y enero: “Es tan bella que siempre la llevo conmigo”. Precisamente, esa fue la última luz —de momento— que disfruté a finales de noviembre de 2016, horas antes de irme a vivir a Buenos Aires, viendo desde un tanque de agua a la ciudad en la que crecí.
En cambio, en Argentina —y sospecho que en cientos de países que aún no conozco— se puede intuir en qué época del año se está con sólo advertir cuán temprano está saliendo el sol. En el caso del verano, declarado formalmente a partir del 21 de diciembre, un poco antes de las seis de la mañana comienza a verse luz solar y, con esa luz, llegan las elevadas temperaturas y una impactante humedad.
Ante los locales, el acento me delata: vengo del Caribe.
“¿Colombiano o venezolano?”, suelen preguntar, aunque para los colombianos y los venezolanos nuestros acentos sean evidentemente diferentes.
Mi sensación es que en el sur “Caribe” suele ser sinónimo de playa y humedad; un lugar donde el sol es capaz de dejarnos la piel tostada como si fuéramos surfistas. Yo crecí entre las montañas de mi barrio y en el valle de Caracas. En vez de playas, tuve el frío de El Junquito, una población ubicada en los alrededores de la capital, y con el cerro Ávila, icónica montaña, como principal atractivo natural. Si quería un bronceado surfero o acercarme a áreas húmedas, podía ir de forma voluntaria viajando a las costas próximas del estado Vargas o a las playas de Maracay. Pero en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires el voluntariado no aplica para ese tipo de asuntos.
No parece casualidad ni cortesía que en las vidrieras de algunos restaurantes se ofrezca aire acondicionado como un atributo. En estos días se vuelve una especie de urgencia. Escribo sin realizar mayor esfuerzo físico y ya las palmas de las manos están húmedas, a la vez que el rostro grasoso. Las chispas de chocolate de unas galletas se derriten aún estando debajo de un ventilador encendido. Ese día, hacía 31º con sensación térmica de 34. Cuando la sensación llegó a 38º, no tenía galletas en la mesa ni un ventilador encendido; sí lo estaba el aire acondicionado. Hay momentos en los cuales la temperatura puede soportarse con naturalidad hasta que aparece la humedad, ese grito que el Río de La Plata suelta a todos los habitantes de Buenos Aires, y que te hace transpirar hasta cuando estás leyendo un libro. Son las 19:30 de la noche del 10 de enero. La sensación térmica es de 34 grados con una humedad relativa de 61%. Me cuesta creer que haya personas a la que estas condiciones climáticas les produzcan algún tipo de goce.
Pero hay más dentro de todo este vapor.
Lo que para los lugareños puede resultar una excusa para dejar la ciudad, en favor de destinos como Mar del Plata, Brasil, Uruguay, Chile, es una razón para acercarse al país de Alejandra Pizarnik, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Rodolfo Walsh, entre tantos nombres propios de la literatura latinoameriana y universal, cuando se es turista.
Hay algo lúdico en el hecho de reconocerlos en la calle. “¿Ese acento de dónde es, norteamericano o británico?”; “¿Brasileños o portugueses?”. En algunos idiomas hay tantos matices como colores de piel, los cuales también sirven para distinguir a algunos visitantes. Como la ciudad está más sola de lo normal, se pueden precisar con más facilidad que en otros momentos. Aunque el principal hecho delator es que suelen estar viendo hacia las cúpulas de los edificios con las bocas abiertas como el objetivo de las cámaras que cuelgan de sus cuellos.
Disfrutar de luz natural hasta pasadas las ocho de la noche deja la sensación de que a los días se les puede sacar más provecho porque parecen más largos. Las sombras de los edificios centenarios se alargan hasta momentos que se anhelan en otras épocas del año, y el sol abraza cúpulas como si fuera un adolescente enamorado. En algunas residencias estudiantiles se comparten habitaciones con aire acondicionado. En los medios de transporte público —subte y colectivos— se juega a la Ruleta Rusa de forma colectiva: “¿Con aire o sin aire acondicionado?”. No es menor el detalle: debido a la humedad, puede ser realmente asqueante y axfisiante tomar un medio que no tenga ventilación artificial. A quienes nos gusta entrenar al aire libre nos toca reajustar rutinas, más temprano o más tarde, para evitar que el sol maltrate la piel (aunque se use protector solar) o que los niveles de deshidratación se eleven a puntos casi inhumanos.
Las piscinas, nombradas como piletas y que en otras épocas del año suelen estar vacías, se llenan para reflejar figuras en trajes de baño. Las plazas suelen llenarse con hombres sin franelas y mujeres en bikini, que se dejan acompañar por amistades, un libro, yerba mate, o todo a la vez. Espacios icónicos de la ciudad, como la Floralis Genérica, son tomadas por turistas y parejas que desean pasar un rato de intimidad colectiva. Las parrilleras en las terrazas se alistan para los reconocidos asados, a la que vez que se despliegan sillas y mesas en los balcones. Parece evidente: los hombres todavía pueden juntarse alrededor del fuego y la cerveza; y juntarse, en estos casos, es una forma de construir comunidad, conservar una cultura, una forma de vida. Fuera de los espacios cerrados, la luz permite fotos realmente encantadoras con tonalidades tan cálidas como seductoras.
Seductoras, también, resultan las indumentarias femeninas. De a ratos, en calles y espacios públicos se puede observar cualquier clase de vestido —además de shores—. Para ellas, suele ser la pieza más cómoda para atender el calor; para mí, el vestido sirve de excusa para que le den aún más vuelo a su feminidad, especialmente durante los días de indómito viento: cabello suelto al aire, paso elegante y la ondulación de las faldas sugiriendo que viajan sobre una nube.
La onírica experiencia marca tanto mi condición de mortal que me vuelve consciente de otra forma de exilio; uno grato, por suerte, si se convoca al poeta venezolano Alberto Barrera Tyzska:
Nada como tu falda
Tu falda: mi única bandera**
Similar sensación podría generarse a partir de algunos escotes o espaldas que van al descubierto. Conviene tener cuidado, porque, más que una bandera, parecen abismos. Visto con perspectiva y etiqueta, es posible que esté hallando razones para mejorar mi relación con el verano, para que comience a gustarme, al menos cuando haya brisa.
*David Foster Wallace, en referencia al cielo de Nueva York. 1995.
**La inquietud, editado en Venezuela por la editorial venezolana Lugar Común. 2012.