Terminada la temporada 2017, el golf afronta un nuevo ejercicio de madurez. Por un lado, encontramos a golfistas que representan una nueva generación, hambrienta y decidida a marcar su época; por otro, más personal, España enfrenta un presente muy prometedor, liderados por Sergio García y Jon Rahm. En este serial repasaremos los principales hitos de 2018, un año en el que el golf se transformará en pura pasión.
Spieth-Thomas, una rivalidad a la altura de la historia
William Ernest Henley escribió Invictus en 1875, un poema en el que reflejó, entre otras interpretaciones, el coraje al que debía recurrir para superar el sufrimiento de la enfermedad que le perseguía desde los 12 años y que le causaría la amputación de la mitad de su pierna izquierda. Lo que nunca pensó es que casi 150 años después, su obra siguiera siendo una inspiración, una explicación para muchos de los fenómenos que hoy nos rodean y que acompañó, entre otros, a personajes como Nelson Mandela durante toda su vida. Salvando las diferencias, uno de esos centenares de sentidos encaja con el golf y, especialmente, con la realidad de un deporte que puede ser extremadamente solitario y cruel.
Jordan Spieth es un ejemplo de ese pundonor que destila el poema de Henley. Sin llegar a tener una vida realmente complicada, ha aprendido a sufrir para construir su éxito, pues todo lo que le ha castigado en su ámbito personal ha sabido transformarlo en un arma para ganar. El pasado 25 de junio lo demostró una vez más. Ganó el Travelers Championship de una forma extremadamente elegante: embocaba una preciosa bola desde el bunker en el primer hoyo de desempate frente al aguerrido Daniel Berger, otro gran valor de su generación.
Minutos antes de dar el golpe, cuando todo el mundo dudaba de la fortaleza mental de Spieth, una voz emergió para darle un halo de esperanza y heroicidad a lo que iba a hacer. Mientras caminaba hacia la arena, otro joven valor del golf estadounidense, Justin Thomas, apreció unos andares apabullantes: «No me sorprendería que Jordan la embocase desde el bunker». Dos minutos después, Spieth desataba toda su pasión lanzando su palo con rabia contra la hierba y saltando para celebrar con su caddie el extraordinario golpe que acababa de forjar entre sus dedos.
Thomas sabía que iba a pasar. Así de simple. Porque conoce a Spieth, porque conoce todo lo que le ha llevado a forjar un carácter ganador, un perfil competitivo al alcance de unos pocos elegidos; una consecuencia de haber sido la sombra el uno del otro durante muchos años de golf, desde los inicios en el colegio hasta el profesionalismo más exigente. Una persecución que tiene el poder de convertirse en la enésima gran rivalidad de la historia del golf. Solo les falta pegarse por un major. El resto, ya lo han peleado.
La historia viene de lejos. En concreto, 10 años. Suficientes para haberse cogido todas y cada una de las medidas. La primera vez que se conocieron, Spieth fue a presentarse a Thomas. Estaban empatados tras la primera jornada de un torneo nacional amateur y Spieth, con apenas 13 años, quería saludar a su compañero de partido en la ronda final. En la cancha de prácticas, bajo el anonimato más profundo que regala la niñez, se dieron la mano sin saber que era el primer duelo de muchos, un momento que les acompañará para siempre. Entonces, Spieth demostró que iba por delante. Hasta 2017.
One step ahead
Jordan Spieth era el número uno del mundo amateur cuando decidió darle una oportunidad al profesionalismo hace solo seis años, cuando terminó de cumplir todas las etapas que el mundo amateur le ofrecía. Aunque no explotó hasta 2013, desde el año 2010 le enseñó al mundo por qué había tomado esa decisión: 16º con apenas 16 años en su primera invitación a un torneo del PGA Tour, el Byron Nelson Classic. Después, a finales de 2012, pasó unos primeros meses complicados, con problemas para generar buenos recuerdos sobre los que construir ilusión, y se plantó en la siguiente temporada sin tener claro cuánto o cómo jugaría. No es el primero al que le pasa ni será el último; sin embargo, su reacción es un ejemplo muy fiel de qué tipo de hombre es Jordan Spieth. Como dijo Henley, «Under the bludgeonings of chance, My head is bloody but unbowed». La cabeza alta y el reto siempre se quedará pequeño. La realidad de Spieth es que su 2013 fue sensacional.
Desde entonces, no ha dejado de subir. Ha ganado 11 torneos del circuito americano, incluidos tres majors: el Masters y el US Open de 2015 –estuvo a punto de hacer historia, pues dejó escapar British Open y PGA para ganar los cuatro en el mismo ejercicio, hercúleo hito solo al alcance de Bobby Jones en los años 30– y el British de 2017, como dirían en su tierra, in spectacular fashion, arrasando a su compatriota Matt Kuchar en unos cinco últimos hoyos apoteósicos: birdie, eagle, birdie, birdie y par.
Este maravilloso rendimiento le ha permitido ser, con solo 24 años, número uno del mundo, liderar las reacciones de su país en Ryder y President’s Cup, acumular más de 40 millones de dólares en premios y ser el estandarte de una generación, por delante incluso del espectacular e inestable Rory McIlroy.
Spieth es, a día de hoy, una amenaza para cualquiera. Especialmente en el Augusta National, donde ha construido un coto prácticamente privado. En solo cuatro participaciones, acumula una victoria, dos crueles segundos puestos y una undécima posición, en la última edición. Mención especial merecen las tres primeras ediciones: en 2014 luchó como pocos contra Bubba Watson, llegando a contar con dos golpes de ventaja a 11 hoyos de terminar el torneo; en 2015 arrasó, sin paliativos, igualando el record de Tiger de 1997; en 2016, sin embargo, se ahogó en el río que cruza el hoyo 12, firmando uno de los sietes más crueles que se recuerdan. Todo ello forma parte de la leyenda que Spieth ha tejido en Augusta y que, indudablemente, forma parte de su impresionante perfil profesional.
La presión como bendición
A pesar de ser extremadamente respetuosos y pasionales con el deporte aficionado, los aficionados en Estados Unidos pueden llegar a perder el control sobre las expectativas que se depositan en los niños. El PGA Tour está repleto de juguetes rotos que no han conseguido estar a la altura que alguien les dijo que debían estar, nombres que hoy sufren el anonimato de no haber podido o sabido ganar un torneo de golf.
Justin Thomas ha comprendido el esfuerzo mental que se necesita para no caer en el temido fracaso que agobia al deportista de élite. De hecho, hace pocas semanas y ante la pregunta de un periodista sobre cuáles son sus objetivos, Thomas respondió: «Compartí mis retos en mi año de rookie y me arrepentí de hacerlo. Por eso, me he prometido dejarlos para mi equipo y para mí mismo. Creo que es mejor así».
Realmente, Thomas no ha vivido a la sombra de nadie. Es un golfista que ha sabido pulir su propio porvenir, crear su propia motivación de hechos que podrían confundirse con celos. Ha sabido sobrevivir al éxito coral que le rodeaba, que le dejaba apartado de esa gloria que tantas veces saboreó de pequeño, como aquel día en que ganó dos torneos sin haber cumplido 10 años –The Justin Slam lo llama su padre–.
Thomas ha llegado a confesar que compartir gimnasio con Dustin Johnson ha sido uno de sus estímulos, así como que estudia con devoción las infinitas estadísticas que el circuito utiliza para contar con increíble y exagerada precisión cada aspecto del juego de los golfistas. Todo ello forma parte del Justin Thomas que ha explotado en los últimos 15 meses. En este periodo de tiempo, acumula siete victorias en el PGA Tour, incluido el PGA Championship de 2017, entre otros registros realmente impresionantes, como los 59 golpes que le llevaron a una de sus victorias en Hawaii el pasado mes de enero.
Mejor jugador del último año, Thomas ha asumido con sorprendente agilidad un rol complejo: el de competir con Jordan Spieth, el de parecer un villano, pues su amigo ya jugaba el papel de héroe y heredero de Tiger Woods; a Thomas le había tocado ser el segundo. Natural de Kentucky, hijo y nieto de profesionales de golf, Thomas ha aceptado el reto y las cinco victorias de 2017, incluida la millonaria FedEx Cup, le convierten en el rival a batir.
La ilusión de la diversidad
Por primera vez en varios años, el golf se adentra en una espiral de incertidumbre positiva. La generación de 1993 se ha hecho dueña de un mundo en el que cada vez hay más nombres que vigilar y, sobre todo, en el que cada vez hay menos hombres que puedan y sepan dominar. Desde la desaparición de Tiger, solo Rory McIlroy y Dustin Johnson han amenazado seriamente con controlar la escena. Ahora, la eclosión y consolidación de jugadores como Spieth y Thomas, al frente de un listado de golfistas espectaculares entre los que se encuentra Jon Rahm, nos hacen disfrutar de la diversidad e ilusionarnos con una etapa que el golf no cata desde hace medio siglo. Golfistas sin temor ni fronteras, que no han nacido bajo la tiranía del Tigre y que llevan tatuado a fuego los versos que cierran el poema de Henley: «I am the master of my fate, I am the captain of my soul».