Ha sucedido en una de esas tardes de sol en Madrid, once grados centígrados, Estadio de Chamartín. Yo di un paseo al mediodía por Ramón y Cajal, subiendo distraídamente hacia Concha Espina, mientras pensaba en los diferentes tipos de venganza. La primera y más frecuente, la recíproca. Esa que se aplica en función del daño recibido. La segunda y más triste, la desproporcionada, la del dos ojos por ojo y dos dientes por diente. Y la última y más sangrienta, la que elige al enemigo equivocado y lo destroza, no porque tenga nada contra él, sino porque entiende la venganza como una respuesta a las injusticias del mundo que quedan sin respuesta. Es el tipo de venganza que se representa en una de esas reuniones de la comunidad de propietarios de tu edificio, cuando un vecino se enfrenta a ti por el contrato de mantenimiento del ascensor. Su ira nada tiene que ver con el ascensor, ese es solo un pretexto, te grita por otro motivo. Desde hace unos años, ese vecino está siendo humillado por su jefe en presencia del resto de sus compañeros. Esa misma mañana, en mitad de una reunión, su jefe le pidió que le trajera un café “porque seguro que eso sí lo sabes hacer bien”.
En esas situaciones la venganza de un desconocido cae sobre ti con una violencia salvaje. La leona destroza a la gacela solo porque una semana antes una manada de hienas se comió a sus crías. El equilibrio de las fuerzas del bien y del mal exigen sacrificios que nivelen la balanza.
Sangre, el Real Madrid quería sangre. Daba igual quién fuera la víctima, tocaba expulsar toneladas de odio en hora y media, convertir al Deportivo en víctima y saldar cuentas con el Demogorgon que convierte las tablas de clasificación en salas de bingo en las que nunca sale el 3.
Y la sangría llegó en forma de 7 goles, los 7 que no marcó el Madrid en los tantos partidos anteriores. Cada gol era un bálsamo, una declaración universal de derechos, la sexta via tomista que demuestra un orden superior que aprieta pero no ahoga, que te quita pero luego repone.
Ese festín sanguinario alimentó al Madrid saciándolo hasta decir basta. Todos hablan de Casemiro, de Nacho o de Bale, pero fue Luka Modric el ideólogo del sacrificio, quien afiló todos los cuchillos. El croata va camino de llegar a la edad final de Cristo, pero en vez de dirigirse al Gólgota se divierte jugando dentro de las murallas de Jerusalen, sustituyendo el muro de las lamentaciones por alegres paredes que construye hasta con su propia sombra.
Dicen que los vampiros, cuando chupan la sangre humana, estiran su vida un poco más. Pero también dicen que, gracias a la sangre de los otros, lo único que consiguen los vampiros es prolongar su agonía. Y entre los pálidos vampiros de Chamartín solo uno salió del campo desangrado, preguntándose si estará ante un caso u otro.
Ha dado usted en el clavo con los tipos de venganza, el gran Modric y la metáfora vampírica. Genial. Gracias.