El Gráfico ha muerto y con él se lleva a la tumba el corazón del periodismo deportivo en español. La crisis que vive el gremio en Argentina —tres grandes cabeceras cerradas en los últimos meses— se llevó por delante también a la revista. Su empresa editora, la todopoderosa Torneos, que durante dos décadas tuvo los derechos de multitud de eventos deportivos en América y que se vio envuelta hace dos años en el escándalo de corrupción de la FIFA, lo despachó con un comunicado quirúrgico: «Torneos lamenta informar que ha decidido discontinuar la versión impresa de la revista El Gráfico. Esta triste decisión se tomó en un contexto global de decreciente consumo de medios impresos que ha afectado a nuestra revista”.
Antes que nada, El Gráfico era un icono: el de las letras deportivas en español. Por eso más que un cierre es una muerte, un final irreparable por más que los últimos años los viviese cuesta abajo. Nacida en 1919 como revista de sociedad, seis años más tarde se convirtió en deportiva y a partir de entonces en semanario de referencia argentino, incluso en las oscuras épocas de la dictadura, que apoyó desde el ámbito deportivo. Tuvo su primera gran crisis cuando en 2002 pasó de semanal a mensual y en los últimos tiempos apenas quince profesionales se ocupaban de la edición impresa. Allí estaba todo porque allí cabía todo. Por sus páginas desfilaron Guillermo Vilas, Juan Manuel Fangio, Monzón y, por supuesto, Diego Armando Maradona. A Messi le pilló lejos y a destiempo. En la redacción anidaron nombres míticos del periodismo austral. Entre otros, el sin par Dante Panzeri, tocado por la varita múltiple del talento, la irreverencia y la obstinación. Antes y después de él escribieron redactores con el deporte inscrito en las yemas de los dedos, que sabían la importancia del lugar donde aparecía su firma. Nada había más importante para un futbolista que aparecer en la tapa de El Gráfico, pero lo mismo ocurría con los periodistas. Y con los fotógrafos: fue Ricardo Alfieri, leyenda de la revista, quien inmortalizó El abrazo del alma, la estampa del hombre sin brazos que abraza a Fillol y Tarantini tras la final del Mundial 78. Los pelos siguen erizados cuarenta años después.
Formaban los ejemplares una suerte de colección, con sus enviados especiales a eventos internacionales, sus producciones cuidadas para las entrevistas a los grandes cracks. Casi cinco mil números quedan en un archivo inigualable, coronados por sus portadas. Algunas, incunables, como las de los dos Mundiales conquistados por Argentina —1978 y 86—. Y una por encima de todas, que curiosamente describía de la forma más explícita un fracaso momentáneo: la célebre tapa negra de septiembre de 1993, con grandes letras de caja alta amarillas y una sola palabra bajo el resultado del Monumental: “¡VERGÜENZA!”. Y abajo, a modo de editorial, cinco preguntas, a cada cual más incisiva. Para muchos la portada significó un quiebre en la historia de la revista, el inicio de un ocaso en el que su credibilidad se vería salpicada por la inclusión de chimentos —cotilleos— sobre los vestuarios de los grandes clubs argentinos, por entonces con nombres mediáticos en nómina.
El Gráfico dejó de ser el de siempre con el cambio de siglo. Nació el diario deportivo Olé y los periódicos generalistas agrandaron y colorearon sus secciones deportivas: más competencia para la revista. Ni qué decir tiene que la velocidad del online terminó de matarla, y tampoco hubo una voluntad empresarial de reformularla. Ya no vendía ni el 5% del medio millón largo de ejemplares de sus buenas épocas, pero fue la ausencia de publicidad la que le colocó la losa y terminó cargándose un patrimonio intangible del periodismo y el deporte. Un vistazo a las redes sociales en las últimas horas así lo atestigua, no solo en Argentina, sino también lejos de ese país e incluso de Latinoamérica, allá donde algunos lloran colgados de la nostalgia de los días en que se afanaban por conseguirla, hojearla, paladearla y engullirla sin demora.
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En 1995, en Santiago de Compostela, un estudiante de periodismo acudía raudo cada lunes al kiosco-bollería del Pibe, al lado de la Alameda, porque el dueño, argentino hijo de gallegos, conseguía que le mandaran desde Argentina un par de ejemplares. Uno para cada uno. Empezaban en aquella época en Canal + las transmisiones de los partidos del campeonato argentino la madrugada de los lunes, y la mejor espera en el trasnoche era la zambullida en El Gráfico de la semana anterior, con sus columnas, sus reportajes, sus puntuaciones de jugadores. Y si había jornada de Copa Libertadores, para qué contar. Al leer aquellas crónicas pensaba: “¿Cómo lo harán estos cabrones?”. En vez de empezar el texto con un simple sujeto verbo y predicado, lo hacían con una figura literaria de alto vuelo. En vez de hablar de baño y masaje, dudas por molestias musculares y no hay enemigo pequeño, se inventaban historias que parecían inverosímiles pero que siempre aterrizaban en ese mismo baño y masaje que en España se solía contar con hechuras funcionariales.
Cinco años más tarde, el universitario, ya licenciado, viajó por primera vez a Buenos Aires y lo primero que hizo fue ir a pedir trabajo en El Gráfico. Le habían dado un contacto, un nombre, un teléfono, como se daba antes, y allá se plantó, en la calle Balcarce 510, en el edificio de Torneos y Competencias, para hablar con el jefe de redacción y con toda la cara decirle si había hueco para un joven entusiasta del otro lado del mundo. No hubo suerte. Se le veía apesadumbrado al hombre al explicar las apreturas por las que pasaba la revista, anticipando el resacón del menemismo que se cernía sobre Argentina y la criba que viviría la revista por la misma época: el crash de 2001, el corralito y el paso al nuevo El Gráfico mensual. La redacción, a solo unas cuadras del Ministerio de Economía y Casa Rosada, bien podía servir de ejemplo de la decadencia que se respiraba en Buenos Aires. Antes de marcharse, el muchacho se dio el gusto de su vida: pasar un rato sin reloj en el archivo de la revista, oliendo a papel viejo, dándose un atracón de Gráficos y recibiendo lecciones inolvidables del archivero.
Tiene para sí aquel periodista que aquella visita le aportó su grano de arena a su inconsciente para que otro lustro después decidiese irse a vivir a Argentina. Si no podía trabajar en la revista, al menos la compraría. Desde entonces y durante muchos años, consiguió su ración mensual en el kiosco de la esquina. Hoy ese periodista, metido en la cuarentena, siente la muerte de El Gráfico como una daga atravesando la pantalla del ordenador. Y todavía piensa: no respetaron ni el Mundial, con lo que eso significa en Argentina. Lo que tiene claro es que allá por junio, si le empieza a ir bien a la Celeste y Blanca en Rusia —cuánto más si da la campanada— aflorará la pregunta inevitable: ¿Cuál sería la tapa de El Gráfico? Por desgracia, jamás lo sabremos.
Se fue la mejor revista de la historia de mi país. Como cambió para mal el periodismo. Desde Argentina sigo A la Contra a diario. Continúen así! (Mi historia es al revés, amo España y me encantaría trabajar allá, pero bueno sigo trabajando de mi profesión -periodismo- acá. Éxitos…