El director mexicano Guillermo del Toro decía, en una entrevista para la revista peruana en la que trabajo, y a propósito de su película The Shape of Water (La forma del agua), que el agua era como el amor, porque podía tomar todas las formas y acomodarse a todas las superficies. La metáfora es encantadora e ilusionante. El asunto es que, así como el amor, otros sentimientos —o actitudes— pueden también tomar todas las formas y acomodarse a todas las superficies. El terror, por ejemplo. Las pesadillas. Los monstruos.
Los monstruos aparecen en los cuerpos más insospechados, hablan con las voces más dulces y pueden prometer el cielo. Los monstruos están en todos lados: en las calles, en las iglesias, en tu propio armario, en el colegio. O en el club de fútbol que crees que servirá para cambiarte el futuro. Para dejar de temerle a los demás monstruos de la vida.
La página web de The Guardian ha sido la plataforma que ha revelado las historias de pesadilla que la mayoría creíamos que pertenecían básicamente a las instituciones castrenses. Son ya varios ex futbolistas (la mayoría no llegó a ser profesional) los que han salido a denunciar a entrenadores y preparadores de juveniles por acosarlos o violarlos. Los testimonios son, evidentemente, desgarradores, aunque no tendrían que sorprendernos. ¿Por qué creeríamos que en instituciones absolutamente masculinas, en las que hombres mayores ejercen su poder sobre niños, eso no pasaría?
Si el fútbol puede ser considerado una suerte de opio para las masas es justamente porque son las masas las que creen que es sólo un deporte, una fuente de entretenimiento, y no —además de un gran y sucio negocio— un modo de vida exageradamente competitivo y con rasgos preocupantemente castrenses.
“Era muy inteligente: siempre apagaba la luz y ponía la música a todo volumen”, dice Chris Unsworth, un ex jugador de la cantera del Manchester City, en referencia a Barry Bennell, un entrenador que abusó de él una centena de veces. “Aprendí a apagarme. Cuando abusaba de mí, literalmente apagaba mis emociones. Cuando aparecían las lágrimas, mi cuerpo se cerraba. Abusaba de mí aún viendo cómo lloraba. No le importaba un carajo. Eso me dolía”.
Probablemente lo más duro de todo esto es la culpa que siente hasta ahora la víctima, que ahora tiene 45 años, y que deben sentir muchos de los niños que pasaron por su habitación. “Me siento culpable de no haberle dicho a nadie; culpable de no haberle podido salvar la vida a otros niños que yo sabía eran sus víctimas. Hasta el día de hoy me siento así”, cuenta el ex futbolista. “Sentíamos que era algo que teníamos que hacer si queríamos llegar a ser profesionales en el equipo. Sin eso, no triunfaríamos en el Manchester City”, afirma.
Esta historia —una de cientos, de miles— sólo puede servir si es que logra que los periodistas, los fiscales, los mismos clubes de fútbol empiezan a investigar estos casos. Esto tiene que ser parte de algo mucho más grande que el deporte, que los éxitos, que la vida misma.