A Javier Mascherano lo recibió Pep Guardiola en verano del 2010 con un apretón de manos y un “¿sabes que vienes para ser suplente?” como frase introductoria. Estábamos en el ecuador del Guardiolato y Mascherano iba a ser escogido como pieza para completar la plantilla a la vez que Ibrahimovic era sustituido por Villa. Ese año, por lo que se ve, se cambiaba individualidad por compromiso. Y precisamente esa es la característica que ha mostrado el mediocentro argentino en sus siete años y medio en el club azulgrana.
Al segundo entrenamiento supo que Pep no le mentía, era imposible desbancar a Busquets, pieza maestra en el engranaje del Juego de Posición. Iba a jugar amistosos, rondas de Copa y partidos en los que Sergio descansara o estuviera sancionado. A mediados de esa temporada Guardiola llamaría a Keita y Masche “las niñas de mis ojos”, en una conferencia de prensa en la que elevaba a pública la sensación que había en el vestuario. Esos dos jugadores no “hablaban” el idioma culé, pero ponían la base de percusión y contrabajo para que los violines de la orquesta destacaran. Masche confirmaba públicamente su admiración por el talento de los “pequeños” del equipo y su dominio del juego.
En la vida todos tenemos nuestro papel, y hace falta control del ego y visión del propio lugar en el mundo para aceptar lo que somos. En el difícil y a menudo infantil universo de los jugadores de fútbol profesionales, Mascherano iba a dar un Master de madurez en cada jornada, jugara o no. Medianamente dotado en cuanto a técnica, bajito, fuerte físicamente y solo brillante en lo táctico cuando de correcciones se trataba, experto como era en cortar contraataques rivales, jugó poco hasta que varias lesiones y desgracias en el puesto de central obligaron a Pep a ponerlo en la retaguardia.
En su segundo partido como marcador le iba a sacar una bola imposible a Bendtner, cuando estaba a punto de rematar en una contra y eliminar al Barça de la Champions, que cambió su carrera de futbolista para siempre. En un estadio acostumbrado a babear con sutilezas, se jaleó tanto el tackle del Jefecito que él mismo creyó que podía ser titular. Y lo consiguió, negando sus propias carencias, su lugar en el equipo y su destino. Comenzó a vivir un sueño para el que no estaba llamado, ser central titular del FC Barcelona, convertirse en capitán, ser un miembro crucial del vestuario por sus cualidades futbolísticas y humanas.
Ese mismo año se le vio en primavera sacar balones por alto a Adebayor, en un esfuerzo conmovedor, durante la “Tormenta de Clásicos”. Les separaban 20 centímetros. Fue titular en la final de la Copa de Europa, dejando en el banco a Puyol, en el partido cumbre de la etapa de Guardiola, la máxima expresión de su desarrollo futbolístico: el Barça arrasó al Manchester en una de las mayores exhibiciones de juego que se recuerdan.
En los años posteriores se asentaría en el eje de la defensa, regresando solo ocasionalmente al mediocentro, donde cumplía, pero quedaba retratado en la comparación con Busi. Como central mostraba carencias en cuanto a colocación y temporización, saltando a por el rival cuando convenía esperarlo (vicio de mediocentro), aunque con grandes progresos en cuanto a timing para el fuera de juego y la salida con el balón controlado. Aprendió a no rifar el pase, algo fundamental en el Barça, y mantuvo su habitual y efectiva contundencia en la corrección. En los dos últimos años, quizá por sus propias dudas para mantener el nivel, se le ha visto más acomplejado, sobre todo en comparación con centrales naturales y poderosos como Umtiti y, quién lo iba a decir, Vermaelen.
Javier Mascherano, que llegó con rizos al Barça y se va calvo, que fue internacional absoluto con la selección argentina antes de debutar en primera con River Plate, que fue la viva imagen de la dignidad en la derrota tras perder la final del Mundial contra Alemania, siendo el único jugador argentino que pudo hablar tras el final del choque, con el labio tembloroso, lágrimas en los ojos, pero la cabeza altísima, se va a jugar a China habiendo cumplido el sueño de ser mejor jugador de lo que estaba llamado a ser.
Superar los propios límites de manera tan clara y ser reconocido por ello debe ser la segunda mejor sensación del mundo. La primera se la preguntaremos a Messi.