Todos tenemos un regalo de Reyes favorito. El que más deseábamos o el que más nos sorprendió. Con el que más jugamos, hasta borrarle los colores, o el que todavía nos emociona cuando vemos su caja. En A la Contra, y en día tan señalado, hemos querido hacer memoria y compartir el que fue, hasta la fecha, nuestro mejor 6 de enero. Si los Reyes Magos aceptan estos textos como petición anexa a la carta, les invitaremos a lo que gusten. Incluso podríamos cambiarles la estrella de Belén por una Estrella de Galicia.
El antecesor del Subbuteo
Juanma Trueba (@juanmatrueba)
No era exactamente un subbuteo, aunque su aspecto resultaba muy similar. Tal vez no existiera todavía el subbuteo o quizá no estuviera comercializado en España, o quién sabe si era demasiado caro. Me da exactamente igual porque mi juego era mejor. Para empezar, el campo de fútbol no era un tapete, sino un cartón, pero no un cartón cualquiera. Era un cartón estampado con lo que pretendía ser hierba y lo parecía realmente, fresca hierba de los valles de Irlanda. A diferencia de los jugadores del subbuteo, tristes muñecos tridimensionales pintados sobre una peana, mis futbolistas eran seres de dos dimensiones troquelados sobre un plástico transparente en el que se pegaban las imágenes en acción de jugadores reconocibles. No olvido a Pelé. Imponente, con un brazo en alto con el que celebraba los goles marcados y por marcar. A la felicidad de la sorpresa le siguió la ilusión de los preparativos. Debía colocar cada pegatina en la silueta correspondiente con una precisión de relojero. Así 44 veces, derecho y revés. Brasil e Italia. Antes de continuar, debo hacer notar otra diferencia. El balón no era esférico e incontrolable, como el del subbuteo; estaba partido por la mitad, lo que lo hacía más obediente en los disparos y receptivo en los efectos. En cuanto lo tuve todo organizado me dispuse a comenzar el partido en el salón de mi casa. Juro que no ha habido en el mundo un niño más feliz. Ni tan brevemente feliz. Mi hermana, a la que los Reyes habían traído unos patines, tomó impulso en el pasillo y llegó a mi posición completamente desgobernada, con tan fatal desgracia que se deslomó sobre mis futbolistas. Dejó innumerables bajas por tronchamiento, entre ellas O Rei Pelé. Mis padres intentaron rescatarme de mi absoluto desconsuelo, pero todavía me dura. Ni el pegamento ni el celofán sirvieron para componer mi corazón roto. No recuerdo el nombre del juego, pero no lo hubo mejor. Si usted, querido lector, lo guarda en el trastero y no se lo rompió su hermana, le rogaría que me lo prestara durante una tarde, no hace falta más. El tiempo suficiente para marcar un gol con Pelé y que se me ordene la infancia.
Los cómics de Tintín
Fermín de la Calle (@FermindelaCalle)
Cuando era un niño, allá por los 80, la paga no me daba para comprarme los cómics de Tintín, que un día me descubrió el hermano mayor de un amigo. Sin embargo, mi vecino de abajo los conseguía en el mercado negro de segunda mano y los vendía en una mercadillo que se celebraba cerca de casa. De esa forma logré hacerme un lector fiel de sus historias. Siempre que aprobase los éxamenes de la semana y no me peleara con mi hermano. Lo primero era habitual; lo segundo, improbable. El primero que cayó en mis manos fue ‘Tintín en el Congo’. Como al final de ese cómic se descubría que un grupo de gángsters de Chicago planeaba hacerse con todos los diamantes en el Congo, el siguiente que adquirí, lógicamente, fue ‘Tintín en América’. Después busqué el primero, ‘Tintín en el país de los soviets’, un incunable para mí. En nada convertí en mi familia a Milú (años después tuve un perro exactamente igual, un Fox terrier de pelo duro blanco), el capitán Haddock, el profesor Tornasol, Hernández y Fernández o la diva Bianca Castafiore. Fabulaba con ser reportero y viajar por medio mundo, sueño que pude cumplir en el AS visitando Australia, Paraguay, Brasil, Noruega, Argentina, Nueva Zelanda, Ucrania, Estados Unidos, Turquía, Uruguay, Polonia, Grecia… Perdí la colección un verano que me mandaron a un internado, evidentemente no por mis buenas notas, y al regresar había desaparecido. Pero no mucho después me tocó pasar un par de años en silla de ruedas, momento en que aproveché para rehacer la colección y releer las aventuras de Tintín. Hoy todo el mundo habla de series. Mis series, cuando sólo habías dos canales de televisión y no teníamos tablets, eran los cómics de Tintín. Mis padres supieron desde temprano que acabaría siendo reportero. Hoy una figura de Tintín preside el salón de mi casa y su fotografía es mi avatar en WhatsApp.
El Barco Pirata de Playmobil
Carlos Izquierdo (@carlosizqui)
Aun con los ojos entreabiertos, la visión resultó mucho más gozosa de lo que llevaba tanto tiempo imaginando. Mi niñez basculó en dos juguetes fundamentales: los coches y los clicks. Sólo mis padres saben cuántas horas pasé aparcando con un dedo encima toda clase de automóviles y sólo ellos conocen la cantidad de clicks que pude llegar a juntar. Lo de aquella mañana de Reyes fue la culminación. Majestuoso, encima de la mesa del comedor, amarrado pero dispuesto a zarpar: El Barco Pirata. Con mayúsculas, sí. Tenía de todo: unas velas desafiantes, un puente de mando colosal, unos cañones que ya quisiera Drake, unas bodegas repletas de cofres repletos de monedas de oro. ¿Qué más se podía pedir? Que a tu vecino los Reyes le hubiesen dejado otro Barco Pirata. Con la de mares que surcaron esas dos naves y la de batallas que libraron en ellas aquellos clicks con parche en el ojo se podrían haber hecho hasta películas. La vida pirata, la vida mejor.
Woody y Buzz, mis dos mejores amigos
Irene García (@IreneGarciaRM)
Todavía recuerdo el momento como si hubiese pasado ayer. Básicamente, porque no me considero una persona de lágrima fácil y prácticamente estuve al borde de la insuficiencia respiratoria, cuando, mientras los siete jinetes del Apocalipsis se cernían sobre nosotros gracias a la llegada del efecto 2000 días antes, desenvolví dos cajas y allí estaban el sheriff y el guardián estelar más famosos del mundo. Los dos muñecos más deseados de mi corta existencia se presentaban frente a mí con más de 50 frases diferentes con las que iluminarme (había visto Toy Story unas cien mil veces, cifra que, por cierto, ya he doblado), abriéndome un horizonte de nuevas aventuras entre cajas de cartón convertidas en naves o viejos salones del Wild West y propiciando que, durante varios años, el resto de mis juguetes fuesen condenados al ostracismo. No quiero ni pensar en lo que dirían de mí en sus reuniones nocturnas. Cuando era pequeña, no era una niña demasiado popular. Es más, posiblemente fui mucho más feliz rodeada de libros, pinturas y balones que de otras criaturas de mi especie y estatura. Sin embargo, sí recuerdo haber pecado y haberme pavoneado un poco en el patio porque, sinceramente, ¿qué niña puede presumir de estar flanqueada por un apuesto e ingenioso vaquero y por un aguerrido y valiente guardián espacial? Woody nunca me cambió por su caballo. Buzz renunció a sus luchas contra el malvado emperador Zurg por quedarse a mi lado. En agradecimiento, ellos llevan mi firma estampada en la planta de sus botas y yo, la sensación de no haber podido tener mejores amigos.
El futbolín que me descubrió a los Reyes Magos
Óscar García Díaz (@oscargarciadiaz)
El repartidor de los grandes almacenes (que ya no existen, eran los otros) quizá debería haber llegado más tarde o yo tendría que haberme ido a dormir antes. Lo cierto es que cuando aquel hombre del que no recuerdo su cara llamó al timbre allí estaba yo para recibir mi regalo de Reyes del día siguiente. Lo que iba a ser una sorpresa al levantarme, así lo había planeado una de mis tías, lo fue esa noche. Aquel momento terminó por descubrirme el final del cuento, ese que hacía tiempo que intuías y que te resistías a reconocer en público, no fuera a ser que al admitir que los Reyes no venían de Oriente, sino de mucho más cerca, los regalos ya no aparecerían cada 6 de enero. Llegados a ese punto, y con mi hermano dormido y su inocencia a salvo, sólo quedaba una salida. Estrenarlo. Y allí nos pusimos mi padre y yo a jugar con aquel pequeño futbolín de plástico. No recuerdo si tuve más regalos aquel año y sería incapaz de recordar muchos de los que recibí ni los años anteriores ni los posteriores. Pero aquel futbolín no se me olvida. Casi 40 años después continúo marchándome tarde a dormir, aunque ahora ya no esté mi padre para mandarme a la cama, y sigo soñando con tener un futbolín en casa. Lo que no sabía entonces, eso sólo lo aprendes con el tiempo, era que el gran regalo no era el futbolín, sino tener a mi padre al lado para jugar con él. Por eso ahora, cuando se acercan los Reyes, recuerdo aquella noche y me veo jugando con mi padre. Y vuelvo a sonreír, aunque él ya no pueda verme.
Los muñecos de Bella y Bestia
Ana Boy (@AnaBcat_)
La Bella y la Bestia es uno de los clásicos de Disney pero también de mi infancia. Me quedé tan alucinada con la película que tras verla diariamente y llegar a la conclusión de que no podía traspasar la pantalla y adentrarme en su mundo no tuve más remedio que conformarme con su versión de juguete. Unos Reyes (muy sabios ellos), después de la lata que di durante todo el año despertándome y acostándome con la Bella y la Bestia, me regalaron sus muñecos. Bella traía dos vestidos, el amarillo del baile de gala y el azul de campesina, su look de diario, así más informal, que además era mi preferido (en unos carnavales me disfracé así). Y Bestia se podía transformar en príncipe ya que contaba también con doble vestuario. Fue la primera edición que sacaron de ellos a principios de los 90. Con el paso del tiempo han ido lanzando al mercado nuevas versiones, más modernas y espectaculares, pero me quedo con los primeros que por cierto aún conservo, aunque en otras condiciones. Ya saben, cosas de niños.