Lo que Messi quiera. Esa es la lectura que se puede sacar del partido de vuelta de los octavos de final de la Copa del Rey en el que el Barcelona despachó al Celta con tal suficiencia que en momentos llevó al sonrojo. Una primera parte excepcional, con Leo Messi en versión gigante, le bastó al equipo de Valverde para meterse en cuartos y certificar la realidad actual del fútbol español: primero Messi, después el Barça y más atrás el resto.
Con el argentino en su actual versión de “ahora ando y cuando quiero gano el partido”, el Barcelona se quitó al Celta del medio como quien aparta a una mosca algo molesta. Fue tal la superioridad azulgrana que el equipo gallego no pareció, ni por asomo, el mismo que casi bailó hace cuatro días al Real Madrid en Balaídos. Presión alta, disposición perfecta, solidaridad en la entrega, dinamismo en el juego… Y Messi.
El argentino abrió el marcador a los diez minutos con un disparo perfecto a la base del poste y dos después hizo el segundo para dejar claro al Celta que se podía dedicar al turismo. El tercero, con un pase espectacular de Leo a Jordi Alba – esa jugada que se repite todos los partidos y que nadie es capaz de parar- comenzó a doler mucho en el ánimo gallego y el cuarto de Luis Suárez terminó de desquiciar a los de Unzué. En 40 minutos, la vida hecha.
El segundo tiempo fue para el inventario, la legalidad y el acta. Barcelona y Celta comprendieron que aquello no era batalla y retiraron platos fuertes de la mesa del Camp Nou. Los que se mantuvieron en el partido entendieron que no era mal entrenamiento y firmaron la paz. Solo el gol de Rakitic para completar la manita alteró el duermevela. Messi ya lo había hecho todo. Para qué estropearlo.