Florencia es la cuna del Renacimiento, el culmen de la belleza, el epítome del romanticismo. Invadida por turistas, la ciudad dividida por el Arno lucha, cada día, por mantener su esencia y no ser sólo una hermosa imagen. Difícil imponerse ante los vuelos low cost y el poder adquisitivo del resto del mundo. Sin embargo, la belleza logra superar la superficialidad, y el corazón termina imponiéndose al mercado, porque, por más que estés rodeado de gente, un buen vino en la Toscana sigue siendo una experiencia sublime.
Saltamos, ahora, del Ponte Vecchio al Artemio Franchi, el estadio en el que, desde hace más de ochenta años la Fiorentina entrega más penas que glorias a sus abnegados hinchas. Sus viejas paredes cobijan ahora a un plantel en plena reestructuración, que, como la propia ciudad, busca mantener la belleza en medio del huracán llamado mercado. Lejos están los días de Gabriel Omar Batistuta y, ni qué decir, los del Giancarlo Antognoni, quien hoy acompaña al equipo desde el palco como uno de sus rostros institucionales más ilustres. La Fiorentina quiere jugar bien, quiere ser un equipo lindo de ver, pero todavía lo hace dando tumbos.
La pasada se hallaba enfrente el Inter, un equipo que, a diferencia de la Viola, no se avergüenza de su parquedad, de ser tan tosco como efectivo, a pesar de tener en su plantel a un titiritero elegante como el inmenso Borja Valero, curiosamente ídolo de la Fiorentina. En el Franchi, desde el minuto uno, se produjo un choque de estilos: por un lado, los locales, presionando y queriendo circular el balón para llegar con vértigo a los metros finales y, por el otro, los de Milán, que, sin darle mucha vuelta al asunto, buscaban a Mauro Icardi, el paradigma de la eficacia.
Como suele suceder en el fútbol (y en la vida), el que más dinero y poder tiene suele ganar o —como en este caso— pegar primero. La Fiore dominó todo el encuentro y tuvo varias claras, pero fue Icardi, en la única jugada de peligro generada por su equipo quien, después de una parada del partero a un cabezazo suyo, la empujó adentro. Del otro lado, sin embargo, los violetas tenían a su bombardero argentino: Giovanni Simeone, el hijo del Cholo. Giovanni es parecido a Mauro: quizás un poco más ágil y menos fuerte, más rápido y menos técnico. El Cholito es de esos tipos que nació para meter goles.
Tras un primer tiempo frustrante para el ex River Plate, y, en general, para todo su equipo, y un segundo tiempo en el que se impuso Icardi, el gol de Simeone cayó por su propio peso y, aunque demasiado tarde para iniciar la remontada, dejó un buen sabor de boca al exigente público florentino. Giovanni juega con la 9, es argentino y le sobra carácter, por lo cual las dañinas comparaciones con Batistuta no se han hecho esperar. Tiene aún 22 años (dos menos que Icardi), por lo que necesita tiempo y, sobre todo, paciencia. Pero tiene pasta de crack.
Al final, el encuentro quedó empatado y, por encima del buen juego o de la rudeza, se erigieron los dos grandes bombarderos: delanteros centros clásicos, como los que pide, hace ya un par de años, el Bernabéu.