Realmente no sé cuándo empezó todo. Tampoco sé si el camino se torció o yo era diferente a los demás desde el principio. Yo era un niño normal, simplemente prefería otro lugar en los juegos. Nunca quise ser delantero, como todos los chicos a esa edad. Mi lugar era la portería.
Empecé jugando al fútbol, lo habitual. Pero en mi colegio había cierta tradición de jugar al balonmano y un día el profesor de Gimnasia me preguntó por qué no probaba, me veía condiciones. Siempre se empieza jugando por el simple placer de jugar y así continúa siendo unos años más. El asunto no pasó a ser serio hasta tiempo después, al ir progresando, jugando en equipos cada vez mejores, subiendo de nivel.
Fue en categoría junior cuando noté que habían cambiado las cosas definitivamente: el entrenador ya no decía que nos divirtiéramos, ordenaba consignas, hablaba en clave técnico-táctica, a veces incluso bélica. Del juego a la disputa. Caras endurecidas en los rivales, en mis compañeros. En mí. Miradas escrutadoras en la grada, hombres misteriosos apuntando mi nombre en una libreta.
Fue más o menos a esa edad cuando empecé a reflexionar sobre lo que sentía en el campo. Había cosas que en aquel momento no sabía definir ni podía aceptar. Me valían los clichés habituales: los porteros están un poco locos, son solitarios, no valen para otras demarcaciones. Aunque no me veía representado por esas simplezas, las aceptaba como parte del rol que desempeñaba, y a veces incluso las defendía, tanto se repetían en el entorno. ¿Síndrome de Estocolmo? Y también pereza, falta de ganas de librar una batalla perdida. Y es que sí estoy loco, pero no como ellos creen.
De niño es diferente, las paradas consisten en balones cercanos, dulces como algodón de azúcar. Las que van dentro van dentro, las malas van fuera y las blandas las paras. Todo sigue una lógica deliciosa, a veces ganas, otras pierdes y no pasa nada por ninguna de las dos cosas. Basta con hacer lo que puedas. Eso deja de suceder cuando dejas de jugar y pasas a competir. A finales de la adolescencia tus facultades mejoradas por el aumento de fuerza y tamaño más los años de práctica y entrenamiento hacen que vayas superando límites día a día. Consigues atrapar balones que antes veías lejanos, llegas sin problema a tocar los tres palos de la portería y consigues tapar muchos huecos saliendo de ella, acercándote al lanzador. Los atacantes son más fuertes también, brazos poderosos lanzan obuses contra la portería, muñecas prodigiosas imprimen efectos diabólicos a la trayectoria de la pelota. A veces te superan, otras lo haces tú con ellos, normalmente cuando te superas a ti mismo. Ya no vale con hacer lo que se pueda, hace falta más cada vez, cada partido, cada día. Todo va cambiando y tú cambias con ello.
Fue en esa edad cuando empecé a disfrutar del dolor.
El dolor en este contexto significa éxito. Dolor entrenando significa mejoría, “no pain, no gain”. Cada sesión de pesas y su acidosis muscular, cada estiramiento sufriente para ganar flexibilidad y, sobre todo, cada balón que paras interponiendo tu cuerpo entre el lanzador y la portería conllevan dolor. Y ganancia.
Hay muchas paradas que se realizan por reflejos, por inteligencia, engañando al tirador, pero en balonmano las paradas más meritorias y necesarias son las imposibles, las referidas a los lanzamientos más ventajosos para el atacante, las situaciones más crudas imaginables: un hombre de más de cien kilos que viene como un tren lanzado hacia ti, corriendo una contra, lanza a seis metros de la portería, normalmente a ciento veinte kilómetros por hora, un balón de cuero de casi medio kilo. El portero tiene que evitarlo usando su cuerpo como escudo. Lo que importa no es mi cuerpo, es la portería. Tengo que protegerla como si fuera algo más grande que yo. Que lo es.
La portería es la casa en la que vivo, es el honor del grupo, es mi exilio y mi refugio. Le tengo que pedir perdón un mínimo de veinte veces por partido, la cantidad de veces que no la he librado del castigo del gol. Sólo tiene mi cuerpo para protegerla, como el de un esclavo en el circo romano, que se inmola para que los leones no devoren a sus compañeros. Viene ese hombre a por mí, me adelanto dos, tres, cuatro pasos cortos, ganando unos metros, y nos encontramos en el aire. Al principio cerraba los ojos, pero aprendí a superar el miedo terrible que sentía. Eso es lo más difícil. Abro los brazos como alas, elevo las piernas, siento que soy enorme. Hay un momento en el que no sé lo que ha pasado: yo he elegido mi postura en la salida y no la puedo cambiar en el aire. Mi agresor ya ha lanzado, no sé dónde está la bola. Si caigo al suelo sin más, si el oponente traza jubiloso un arco de vuelta a su campo, si la pelota toca la red y la besa dulce y amargamente, sé que he perdido. Pero si siento dolor, si siento que el cuero me golpea, si mi cuerpo recibe ese cañonazo, cruje mi pecho o se aplasta mi abdomen, se dobla mi muñeca o mi codo, incluso si es mi cara la dañada, sé que he vencido: la he parado. No hay nada que me guste más que sentir el dolor de ese golpe.
Fue así, comenzando a sentir placer a través del dolor, como fui progresando, como llegué a ser profesional, a jugar en División de Honor, a fichar por un equipo grande, a competir en los mejores pabellones del mundo, a ser internacional. Me preparé para recibir golpes, para desearlos incluso.
La competitividad del deporte de élite es salvaje, trastorna los cuerpos y las mentes. Dejas de ser una persona normal y pasas a competir en todos los ámbitos de la vida. Arrancas en un semáforo y tienes que salir más rápido que los demás. Las verdaderas emociones son las que sientes en el campo de juego. El resto es un remedo triste, una experiencia vivida con sordina, una película que tú vives con unos segundos de retraso. “Perdón, ¿qué decías?”. Los demás, incluso la familia, son atrezzo. Es duro decirlo, pero mucho peor sentirlo. Eso es la verdadera soledad. Nadie lo nota ni lo sabe, también aprendí a fingir. Tengo que cuidarlos bien de mí. Esa es mi locura.
Yo solo me siento vivo si estoy sudando, con el pelo pegado en la cara y las venas de mis brazos explotando, si la gente del pabellón grita, aunque sean insultos, si se seca mi boca o si pruebo la sangre de mi labio roto. La lógica se trasviste: el negro es blanco y viceversa. El dolor es triunfar, el confort es perder. Yo estoy solo, visto de un color diferente al de los míos, mi uniforme me señala y me define. Mis cicatrices me etiquetan, cada una es la señal de un éxito, una parada, una partida ganada al destino.
Yo vivo así. Tengo esa marca en la cara. Mis ojos no sueñan cosas dulces al cerrarse.
Vivo abrazando a mi agresor al final del partido, reconociendo y honrando su existencia, la necesidad de su brazo poderoso, justiciero, dándome la posibilidad de vivir o morir. Sin él no soy nada. Sin la competición, sin la oposición, no sirvo, no crezco. He aceptado la merma, la pérdida, el daño de la vida, la necesidad del conflicto, las razones del otro. He asumido que la felicidad está llena de tragedia y dolor, no solo es una historia deseada, hermosa, estereotipada. La felicidad nace del lado oscuro.
Y hoy maldigo este momento amargo de la retirada. Soy campeón, pero no soy feliz. Tengo treinta y siete años y soy un anciano muerto de miedo. Siento angustia porque mañana será un día normal. No encontraré mi sitio. No aguantaré la vida tranquila, el descanso, la admiración de los demás por mi carrera, la ausencia de problemas. Mi mujer hermosa y buena, mis hijos sanos, formales y perfectos.
Buscaré el conflicto, intentaré pelearme en los bares, no es difícil. Minimizaré mis conquistas, ya no serán nada. Perderé mi camino, no sabré por dónde seguir. Y buscaré emociones lejanas, me jugaré todo en el casino, rugirá mi moto por curvas mojadas, pelearé desnudo contra las olas del Cantábrico en enero, buscaré la asfixia con cuerdas o bolsas durante el sexo. Las putas preguntarán por qué no tengo perversiones como los demás. Pero no es eso. Nadie lo puede entender. Yo sé lo que me pasa.
—Cariño, ¿quieres que el domingo vayamos con los niños al Parque de Atracciones?
—Claro, mi vida. Lo estoy deseando.
¿Ven? Loco.
A Chema