Si usted es un fiel seguidor de los programas de variedades de Televisión Española pensará que Diego Costa es el jugador más expulsado de la Liga española. No lo es. Si se fija en los datos, siento ser aguafiestas, verá que semejante honor corresponde a Sergio Ramos. Un tipo sobre el que no suelo escuchar ninguna referencia a su agresividad. Ni en Televisión Española ni en ningún otro sitio. Es más, Diego Costa ha sido expulsado dos veces jugando en Primera División. Sé que es difícil de creer pero basta recurrir a los datos. Una fue cuando jugaba en el Valladolid y la otra ocurrió el pasado sábado, por doble amonestación, y gracias a que su instinto asesino le llevo a celebrar un gol en la grada. Abrazándose a espectadores anónimos sin recordar que eso no está prohibido en Londres pero sí en España (salvo que seas Messi, Luis Suarez, Zaza o Cristiano Ronaldo).
Si usted tiene a bien darse un paseo por la tertulias de eruditos o por determinados diarios digitales de previsible línea editorial, observará que un nutrido grupo de arietes mediáticos (y sus locos seguidores) han vuelto a desenterrar una idea que desgraciadamente no es nueva. Proponen que un tipo como Diego Costa, así, en despectivo, no pueda volver a jugar en la Selección Española. Erigiéndose en el Comité para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio (en Arabia Saudita este organismo recibe el nombre de Haia) tratan de expandir la idea de que un indeseable como el aludido no puede vestir una camiseta que, al parecer, les pertenece. Las razones no son administrativas, puesto que Diego Costa tiene la nacionalidad española. Tampoco son técnicas, dado que es, de largo, el delantero centro español, de menos de 30 años, con más goles, más partidos en la elite y mejor palmarés. Ni siquiera es una cuestión de falta de compromiso porque, merece la pena recordarlo, el futbolista de Lagarto decidió renunciar a jugar en la selección del país en el que nació. Una irrelevante selección brasileña que apenas ha sido cinco veces campeona del mundo.
Descartando razones étnicas (que me provocan arcadas sólo de imaginarlas) y teniendo claro que en la Selección hay jugadores con un registro de expulsiones bastante mayor que el de Costa, sólo queda pensar que los motivos para una campaña tan evidente de desprestigio pasan por el gusto personal de esa supuesta elite hegemónica que cree regir nuestros destinos. Según estos imanes de la fe verdadera, Diego Costa no cumple los requisitos establecidos (no sabemos dónde) sobre estilo, estética y espíritu deportivo.
Me da bastante repelús todo ese lenguaje despótico cuando se mezcla con símbolos que se supone deberían ser integradores, pero no tengo claro que la Selección española, al menos su entorno mediático, lo sea a día de hoy. En ese punto mi conclusión es clara: si la Selección debe regirse por los criterios reaccionarios de una supuesta especie dominante, que parece ser que sí, que no cuenten conmigo. En ese caso yo tampoco soy digno de ser su aficionado.
Diego Costa es un jugador especial pero no es el primer jugador (ni el último) con un nivel exagerado de entrega, con dificultades para controlar las emociones dentro del campo, ni con una marcada tendencia a vivir en los límites del reglamento. No es algo que me seduzca, ni que me guste, ni que defienda, pero tampoco es algo que me sorprenda. Sería muy cínico ignorar que es un futbolista con determinadas actitudes en el campo que no sólo no mejoran su juego sino que muchas veces lo perjudican, pero me resulta muy sospechoso eso de coger el rábano por las hojas. Amplificar la anécdota y ensombrecer el hecho. Ser tan hipócrita de juzgar cualquier gesto del hispano-brasileño con ojos de virginal samaritano pero meter todo lo demás, especialmente lo de ciertos equipos y ciertos futbolistas, en la generosa categoría de “cosas del fútbol”.
Diego Costa es un excelente jugador con virtudes y defectos. Defectos que, por cierto, ha ido puliendo a lo largo de los años por mucho que nadie quiera reconocerlo. El problema no es criticar a Diego Costa cuando se lo merece, que ocurre más veces de las que me gustaría y que es muy lícito, sino activar la caza de brujas con carácter preventivo. Advertir a los estamentos del fútbol de que en el campo tenemos un jugador marcado con la Letra Escarlata. Distorsionar cualquier defecto para deslegitimar cualquier virtud. Poner luego cara de sorpresa cuando se recoge lo sembrado.
Al final uno termina por pensar que lo mismo el gran delito de Diego Costa es tener la desfachatez de hacer mejor al equipo con el que juega. Un equipo que, sospechosamente, no es ninguno de los dos que alimentan el poderoso Matrix mediático. No creo que sea eso, ¿verdad? No. Seguro que me estoy equivocando.
Gracias