En mayo de 2014, Los 50, asociación a la que tengo el honor de pertenecer, tuvimos la brillante idea de homenajear a los jugadores del Atlético de Madrid que en 1974 se coronaron campeones del mundo. El acto fue público pero los miembros de la peña tuvimos el privilegio de disfrutar una cena privada con los héroes de aquella gesta. Esa noche compartí mantel con el Ratón Ayala y Melo. Panadero Díaz estaba en la mesa de al lado, justo enfrente de mí. Lo recuerdo perfectamente porque aquel día vi algo que me impactó y que no esperaba. A la vez que nuestro vicepresidente estaba contando lo mucho que un encuentro así significaba para nosotros, vi como aquel tipo alto, delgado, de porte esbelto y fibroso, se descomponía con aquellas palabras de cariño. No podía creerlo. Aquel guerrero mítico, el tipo que había secado, física y literalmente, al tal Johnstone en la batalla de Glasgow, estaba delante de mí y era incapaz de contener las lágrimas por sentirse querido. Así era el Panadero Díaz.
No vi jugar a Rubén Osvaldo Díaz. Abandonó el Atlético de Madrid cuando yo estaba todavía aprendiendo a hablar y no soy muy de ver partidos antiguos. Conocí su legado rojiblanco en boca de mi padre, pero no sé si eso es muy fiable. Al igual que el resto de padres colchoneros de su misma generación, tenían tanta admiración por la figura del Panadero Díaz que es difícil saber el grado de objetividad que usaban para glosar su leyenda. Me hablaba de un tipo duro, sí, pero también de un futbolista honesto, fiable y profesional. Tanto que en la pachanga de un entrenamiento con el Atleti acabó a puñetazos con Iselín Santos Ovejero, su amigo íntimo, porque el entrenador, Lorenzo, les había puesto en equipos enfrentados y lo estaba marcando como si no hubiese mañana. Mi padre me hablaba también de un defensa con de clase. De esos que trataban al balón con mimo y que no tenía reparos en marcharse al ataque. Que veían el fútbol a través de un gran angular y que todo lo hacía desde el corazón.
Panadero, así le llamaban desde chico porque su padre regentaba una panadería en Buenos Aires, era de Racing Club de Avellaneda. Académico de corazón y de piel. Allí empezó a jugar en 1965, con 19 años, y allí, en el mítico Equipo de José del gran Pizzuti, ganó el Campeonato argentino de 1966, la Copa Libertadores y la Copa Intercontinental. Allí se retiró como futbolista en 1978 después de 246 partidos y 18 goles.
La primera vez que hablé con el Panadero Díaz fue después de aquella cena en la que lo vi llorar. Seguía imponiéndome, pero me acerqué igualmente para intentar intercambiar unas palabras. «Yo también soy académico«, le dije para romper el hielo. Era verdad pero me miró extrañado reconociendo mi tonada gallega. Traté de aclararlo antes de que se lo tomase como una broma que no era. «Académico y del Atleti«, añadí. Cambió el rostro, soltó la sonrisa y me llevé el regalo de sus palabras. «Mirá vos. Ya somos dos».
El Panadero Diaz era también colchonero. Sin duda. Doy fe. Jugó cuatro temporadas en el equipo y es, sin discusión posible, una leyenda para los aficionados. Lo es a pesar de que administrativamente sus 57 partidos con la casaca rojiblanca no le permitan tener una placa en ese paseo de las leyendas que rodea el nuevo Metropolitano. Algo que estoy seguro que tiene fácil solución mañana mismo. ¿Verdad que sí Atleti?
Un par de semanas después de aquella cena, el Atleti se jugaba la Liga en el Camp Nou. Panadero Díaz seguía todavía en Madrid. Habían pasado apenas unos cuantos días pero aquel mito que protagonizaba las leyendas de mi padre había pasado a ser ya un tipo cercano. Increíble pero sí, así era. Habíamos quedado varios amigos para ver el partido en casa de Pepe Silvestre, otro compañero de Los 50, y Panadero, que para entonces ya estaba muy unido él, nos pidió verlo juntos. Es fácil entender que esa anécdota tenga un lugar privilegiado en la sala de trofeos de mi vida. Con Panadero Díaz viví el gol de Godín. Con él sufrí aquellos noventa interminables minutos y a él me abracé cuando el árbitro pitó el final. Con él brindé con champagne y con él me fui andado, desde la Avenida de Barcelona a la Plaza de Neptuno, para celebrar el décimo Campeonato de Liga.
Según nos acercábamos por Recoletos la cantidad de gente que allí se acumulaba era ya muy significativa. Él debió asustarse y nos pidió por favor que no le delatásemos para evitar aglomeraciones. Que no dijésemos nada. Fue absurdo. La gente lo reconoció igualmente. Cada pocos pasos se acercaba un sonriente señor con canas en las sienes para apretar su mano y decirle algo cariñoso. «No lo puedo creer«, me dijo cuando ya estábamos debajo del Rey Neptuno. «¿El qué?», le dije yo. «Que la gente se acuerde de mí y que me quiera de esta manera después de tantos años». Pues créaselo Rubén. Créaselo.
El lunes nos llegaron muy malas noticias desde Buenos Aires. Una imprevista intervención de urgencia tras sufrir un aneurisma de la aorta abdominal nos hacía temer lo peor. La familia nos reclamaba una oración para luchar por nuestro amigo pero yo me acordé en ese momento de La Cábala del Talco. Aquel ritual que el Panadero ejecutaba cuando era el asistente de Basile en Boca Juniors y que consistía en apretar el polvo de talco que llevaba en el bolsillo del pantalón cada vez que los xeneize se acercaban al área. Si marcaban gol sacaba la mano y palmeaba la espalda del Coco Basile. Desgraciadamente me quedé con las manos apretadas y llenas de talco. Con las ganas de tener motivos para palmear a alguien en la espalda.
El Panadero Díaz nos acaba de dejar pero sé que seguirá siempre con nosotros. Presente en la memoria de los que le admiramos. También en la de los que tuvimos la suerte de compartir algunos minutos con él. En la de los que le aplaudieron, en la de los que le temieron y sobre todo en la de los que convivieron con él. En el paseo de las Leyendas de la gente que te ha querido. El lugar más importante de todos.