Es probable que para cuando usted esté leyendo esto los debates recurrentes sobre la importancia de la posesión y sobre lo que es jugar bien al fútbol (o no) hayan retornado a la actualidad de las tertulias deportivas. Sí, como bien habrá adivinado, el Atlético de Madrid ha vuelto a ganar un partido fuera de casa.
A estas alturas uno ya está acostumbrado a este fenómeno y se lo toma igual que el zumbido que escucha de fondo cuando se ha quedado frito en el sofá viendo una de esas películas “basadas en un hecho real”, pero aburre. Aburre porque es un debate tan viciado e interesado que distorsiona la realidad y hasta el propio debate. Aburre porque además es absurdo. Después de seis años con la misma cantinela, parece claro que Simeone no tiene ninguna intención de cambiar.
Es evidente que el conjunto rojiblanco hizo una segunda parte horrible frente al Eibar pero si uno intenta analizar el partido de Ipurua desde una perspectiva algo más global, verá que las conclusiones son algo más complejas. Sobre todo si ve el partido completo. Algo que no parece ser lo normal entre ciertos analistas, pero que suele ayudar bastante para formarse una opinión creíble.
Lo digo porque, irónicamente, la primera media hora del equipo de Simeone fue muy buena. Seguramente de las mejores de la temporada jugando fuera de casa. Era un partido complicado en un campo de de dimensiones reducidas, con el público muy encima y frente a un rival en racha. Parecía difícil pero el Atleti salió muy bien. Intenso, evitando las pérdidas en campo propio (el Eibar es muy bueno en eso) y rápido en la circulación de balón para poder jugar así lejos de su portería. Salió bien. Con Griezmann entre líneas haciendo de apertura, el Atleti se adueñó del partido y tuvo un par de ocasiones muy claras. Era el dueño del encuentro y el Eibar no encontraba su sitio. A la media hora Griezmann aprovechó un pasé vertical para dejar el gol en bandeja a su compatriota Gameiro, que acabó abriendo el marcador.
A partir de ese momento comenzó otro partido. No fue tan claro en lo que quedó de primera parte pero resultó evidente después, en una segunda parte que monopolizó el conjunto armero y en la que éste fue muy superior a su rival. Fue más intenso, tuvo siempre el balón y además lo jugó con mucho criterio. Sólo la falta de acierto y un gran Oblak impidieron un empate cuya justicia nadie hubiese cuestionado.
Simeone tiende a querer controlar los partidos bajando el ritmo cuando está por encima en el marcador. Es así. No es algo que estéticamente me emocione pero es algo que generalmente le funciona. Sobre todo si se hace bien, que no fue lo que ocurrió frente al Eibar. El Atleti debería haber enfriado el ritmo de juego de su rival, debería haber tenido el balón lejos de su área y no debería haber concedido ocasiones de gol pero no fue así. Los de Simeone no controlaron el partido, no dominaron el ritmo y además se mostraron vulnerables. Especialmente en los minutos finales. El problema no fue juntar las líneas y cerrar los espacios como primera prioridad, algo que, al parecer, desespera a los cronista de querencia poetica. El problema fue olvidarse del balón. No saber qué hacer con él. Despejarlo a campo rival como niños jugando en la playa. Ser incapaces de dar dos pases seguidos para salir jugando y poder al fin construir una ocasión.
Para ser justos, el demérito rojiblanco debería ser al menos compartido con el buen hacer del conjunto que tenía enfrente. Un equipo sin complejos, humilde pero orgulloso, que respeta al fútbol y a sus rivales como pocos equipos que yo haya visto. Es imposible no enamorarse de la SD Eibar viendo el lema que reza en la grada de su estadio: otro fútbol es posible. Un equipo así sí que es una bendición para la Liga y para el fútbol.
Curiosamente, el sol vuelve a salir por la mañana y cuando esperas pacientemente a que se apague el ruido, cuando el humo de los agoreros se ha marchado, acabas topándote con la inapelable realidad. Resulta que ahí, en ese lugar sin glamour, el denostado Atleti es el segundo equipo en la clasificación de la Liga y que el cuarto, un desconocido Real Madrid, se ha colocado nada menos que a diez puntos de distancia. Ni tan mal. Lo mismo no es el mejor momento para lamentarse por haber ganado, para enfrascarse en conflictos de personalidad o, como demandan desde la Torre de Marfil, para pulsar el botón de autodestrucción. Al final todo es una cuestión de perspectiva.