El poder regenerador de un buen gol sólo es comparable a su poder destructivo, concretamente de crónicas periodísticas. Cualquier teoría cimentada sobre la realidad de 89 minutos plomizos puede convertirse en papel mojado si un futbolista engancha un balón y lo mete dentro de la portería contraria (también valdría la propia). Basta eso para que en mitad de la noche más lúgubre se nos aparezca un sol de rayos deslumbrantes y, ante la ausencia de mejores titulares, compongamos una oda al gol y su protagonista, oh Asensio, caballero de flamígera zurda. Diría que el fútbol es así de desproporcionado, pero tal vez seamos nosotros.
El gol de Asensio convierte en secundario lo anterior y hasta podría eliminarlo, quién sabe. Cuántas veces un gol en el último minuto sirve para rescatar a un equipo en una temporada. O en una vida entera. Me viene a la memoria el gol que marcó Bakero al Kaiserslautern (89:45), cuando el Barcelona estaba virtualmente eliminado de la que luego sería su primera Champions (1992). No voy a negar que aquello fue sensiblemente más épico, pero no tengo claro que los duendes del balompié se anden con tantas sutilezas. El fútbol está plagado de mariposas que provocan terremotos en la otra mitad de la temporada.
Por si el gol de Asensio no tuviera efectos curativos, les hago entrega de las sensaciones anteriores, píldora que podrán engullir si les vuelve a doler la cabeza viendo al Real Madrid. El primer razonamiento es de tipo zoológico. Los perros no huelen el miedo, por la sencilla razón de que el miedo no huele, salvo en casos (no pocos) de evacuación involuntaria; lo que detectan es el cambio de conducta. Eso mismo perciben los rivales del Real Madrid en el último tramo de los partidos —en Leganés hasta el 89—. El equipo modifica su actitud, lo suficiente para envalentonar a quien debería ser víctima y no verdugo.
Si el final estuvo calcado a otros muchos (hasta el trueno de Asensio), el principio también fue una película repetida, no importa si hablamos del equipo A o de la unidad B. De inicio, los jugadores se concentran en permanecer unidos, pero tal esfuerzo no hace al conjunto más sólido, sino más rígido. El orden se iguala de inmediato con el orden del adversario y los partidos adquieren una coreografía de desfile de las Fuerzas Armadas, lentas marchas a golpe de tambor. Ante semejante bloqueo, uno espera la irrupción de los futbolistas de talento, pero estos no aparecen, o lo hacen con timidez, como asoman las ardillas en los parques. Antes de que irrumpa el miedo, diría que predomina el exceso de responsabilidad. Tanto tiempo criticando a los futbolistas inconscientes, espumosos y arrebatados y ahora los echamos profundamente de menos.
El gol que falló Kovacic a los 33 minutos es la radiografía de una fractura. Robó en la frontal del área, se plantó frente al portero y, con todo a favor, remató con el candor de una novicia. Digamos que cumplió con la intendencia y se desparramó en la improvisación. Así se maneja el equipo entero, como si jugar fuera un trabajo. Sumido en ese estado de ánimo, el tiempo siempre corre en contra, porque lo que mengua el Madrid lo crecen sus adversarios.
Así se escribía la historia hasta que Asensio interrumpió el relato y comenzó uno nuevo de longitud y profundidad indeterminada. Necesitaremos un tiempo para saber si el gol fue una anécdota o un milagro.