El deporte tuvo un papel muy activo en el boicot a Sudáfrica por causa del apartheid. A partir de 1964, el país estuvo excluido de los Juegos Olímpicos y desde 1970 se vio fuera de las competiciones internacionales de rugby y cricket. Los más aficionados —y los más viejos— recordarán el caso de la atleta Zola Budd, que tuvo que adquirir la ciudadanía británica para poder participar en los Juegos de Los Angeles. El boicot era un posicionamiento político, social y ético. En 1961, la ONU creó un comité especial contra el apartheid y el mundo se puso de acuerdo, de forma mayoritaria, para repudiar a un país que había institucionalizado la segregación racial. No sé si nos sentimos lo suficientemente orgullosos por esa coincidencia. O tal vez prevalece la vergüenza de que el sistema se prolongó hasta 1991.
El apartheid estaba sustentado por leyes tan aberrantes como la que prohibía los matrimonios mixtos (1949) o la que declaraba como actos ilegales e inmorales las relaciones sexuales entre personas blancas y de color. La discriminación era racial y económica: se crearon zonas delimitadas para el establecimiento de guettos (habitualmente sin electricidad y agua) y, a través de la Ley de Nativos, se negó a los negros el derecho a emprender acciones legales si eran expulsados de sus viviendas y reubicados en otras áreas del país. No me extenderé más, no lo creo necesario, y además se estarán preguntando a dónde quiero llegar. Denme algo más de tiempo.
En Arabia Saudí, donde se practica el llamado apartheid de género, las mujeres son ciudadanos en libertad condicional. Si no es con la presencia de un tutor masculino, las mujeres están incapacitadas para tomar cualquier iniciativa, ya sea alquilar un piso, presentar una demanda o viajar al extranjero. Las medidas mínimamente aperturistas tomadas por el príncipe heredero no hacen más que poner de manifiesto el nivel de segregación: las mujeres estarán autorizadas a conducir a partir de junio. De momento, y a partir del 12 de enero, ya gozan del enorme privilegio de poder acudir al fútbol; eso sí, separadas de los hombres en las gradas. Para no hacerlo más largo no entraré en la institucionalización de los maltratos y en las penas de muerte por adulterio.
A lo que voy. Arabia Saudí tomará parte en el próximo Mundial de fútbol de Rusia, con la misma tranquilidad que ha participado en otras competiciones deportivas, sin que a nadie se le haya ocurrido proponer un boicot por la discriminación que sufren las mujeres, comparable, en la privación de derechos fundamentales, con la que sufrían los negros en Sudáfrica. Sólo la ajedrecista Anna Muzychuk, si nos circunscribimos al deporte, ha mostrado su activa oposición al régimen al no acudir al Mundial de Riad, donde defendía dos títulos.
Es evidente que la diferencia entre Sudáfrica y Arabia Saudí no está en la categoría del delito, sino en la categoría del país. Arabia Saudí es el segundo productor mundial de petróleo, además de un estado de máxima influencia en el avispero del Golfo y alrededores. Un fiel aliado de Occidente, aunque mejor sería calificarlo como un “fuel aliado” de los países ricos. Sin despreciar su papel como patrocinador de eventos o medios de comunicación.
El silencio del mundo civilizado ya sería una actitud suficientemente vergonzante ante lo que ocurre en Arabia Saudí. Sin embargo, hay algo peor. Y es salir en la foto. Esta semana, LaLiga ha anunciado la cesión de nueve jugadores saudíes a varios clubes españoles de Primera (Leganés, Villarreal y Levante) y Segunda (Rayo, Valladolid, Numancia y Sporting). El acuerdo incluye un pago por parte de la Autoridad General del Deporte de Arabia Saudí de entre uno y cinco millones por equipo, aunque no se han especificado al detalle los términos del pacto. Nadie aclara si los clubes se comprometen a alinear a esos futbolistas en algún partido o basta con que se entrenen con el resto de la plantilla.
La AFE se ha lamentado por el perjuicio que supone para los futbolistas españoles que extranjeros que llegan con el único aval del dinero ocupen plazas libres en las plantillas. También se han escuchado críticas a LaLiga por ejercer de mediador en un acuerdo plagado de claroscuros que no se ha puesto en conocimiento de todos los clubes miembros.
Pocas voces se han manifestado en contra de un pacto que tiene como primer beneficiario a un estado que ejerce una discriminación sistemática contra las mujeres, el citado apartheid de género. En el tiempo del #MeToo y de la reprobación pública del maltrato y las actitudes machistas, en la época de la concienciación social y de la férrea vigilancia de las redes sociales, permanece un terreno de exclusión moral que nadie se atreve a violar: el dinero.
Ya puedes gritar bien alto, ni las propias organizaciones feministas que tanto se escandalizan si no dices «jovenas», se atreven. Como clamar en el desierto. Ánimo.