Una portería, el portón abombado de saneamientos La Cruz. La otra, en la misma fachada, el oxidado cierre de persiana del almacén de plátanos. Jugábamos todos los días después de comer, antes de entrar a clase, con una pelota de tenis o con un pequeño balón de plástico. Algunos calzaban zapatos, otros sandalias, los que menos, zapatillas deportivas. Pasaba mucha gente por la glorieta, el juego se interrumpía constantemente, ni siquiera las porterías estaban la una enfrente de la otra, la pelota se metía debajo de los coches aparcados, los abuelos sentados en el banco se quejaban blandiendo las garrotas. Era un desastre, pero nos lo tomábamos muy en serio, con empeño, esfuerzo y concentración, como si estuviéramos jugando en Maracaná la final de la Copa del Mundo. Celebrábamos los goles con el mismo ímpetu que cualquier futbolista profesional y manteníamos cierto rigor en las reglas. Había penaltis, faltas, golpes francos directos e indirectos, saques de banda y lanzamientos desde la esquina.
Aquella tarde que nunca podré olvidar me empleaba con especial interés. Era un día muy importante y puede que mi animoso despliegue fuera sólo una manera de desatar los nervios. Además, mi padre trabajaba en el bar de la esquina y sabía que, como siempre, me estaría observando a través de la cristalera, para más tarde, comentarme si había jugado bien o mal o si había actuado correctamente en esta o aquella jugada.
Ya le había saludado, como todos los días después de comer. Era una visita que se repetía invariablemente a la misma hora, justo antes del partidillo en la glorieta, y siempre salía del bar con una rosquilla, una horchata o un pedazo de bizcocho.
Sentía gran admiración por mi padre. Tanto le quería que a veces me emocionaba o lloraba con tan solo imaginar su pérdida. Era un hombre formal y cariñoso, un camarero ejemplar, limpio y ordenado, de los que atienden con presteza y conocen los gustos de cada cliente. Buena gente. Además, era del Atleti. Y yo también, porque veía las virtudes de mi padre reflejadas en aquel club, porque sentía que mi padre y el Atleti eran lo mismo. Y esa pasión nos unía de forma muy especial.
Aquel día, los dos sabíamos que podía ser el más importante de nuestras vidas. Iríamos a celebrarlo a la verbena de San Isidro. Madrid estaba en fiestas. Qué mejor día para festejar una victoria, un campeonato, el trono de Europa. Podía ser una noche inolvidable, plena de felicidad, aunque no queríamos hacernos demasiadas ilusiones. Era el rival daba miedo.
Ya estaba recogiendo la cartera para ir al colegio cuando mi padre me llamó desde la puerta del bar. Me acerqué corriendo. Pásate cuando salgas y te llevas para casa almendras, cortezas y patatas fritas, me dijo. Sonreímos como bobos un instante, presos de la excitación, y nos despedimos con un beso. En clase apenas pude concentrarme. Confiaba en el equipo, era optimista, el Atleti había llegado a la final sin perder un solo partido, sin encajar un solo gol fuera de casa. Pero el Bayern de Munich de Beckenbauer, Hoeness, Breitner y el Torpedo Muller imponía muchísimo respeto.
Tenía en la cajonera del pupitre el álbum de cromos de aquella temporada y el Marca del día. Preocupado, cavilaba cómo resolver las bajas por sanción de Ayala, Panadero Díaz, que le había propinado una patada en las costillas a Johnstone, y Quique, expulsados en Glasgow y sancionados con tres partidos cada uno. La ausencia de Ayala, de mi adorado Ayala, me traía de cabeza. Pensé que Salcedo sería la mejor solución para sustituir al rapidísimo punta argentino y lamenté las injusticias cometidas con el equipo en aquel durísimo partido en Hampdem Park contra el Celtic, en la ida de las semifinales.
Recordé con detalle aquel día para la historia, aquel encuentro épico y violento que viví minuto a minuto con mi padre, de pie en el pequeño salón, comiéndonos los puños, gritando como posesos, mirando un reloj que no quería avanzar. Aquella noche, mi padre insultó como jamás había visto al árbitro del encuentro, el turco Dagan Babacan, un tipo mal encarado que consintió de todo a los escoceses y castigó sin piedad a los nuestros.
El partido fue durísimo desde el primer minuto de juego. Quizá porque la prensa británica había calentado el duelo recurriendo a la tópica animadversión entre británicos y argentinos y, el Atleti, además de Juan Carlos Lorenzo, el entrenador, contaba hasta con cinco jugadores de la albiceleste: Ovejero, Panadero Díaz, Heredia, Ayala y Becerra. No era de extrañar, pues, que el Atlético fuera recibido como si se tratase de la selección argentina.
Sin embargo, ni la presión de la encolerizada afición escocesa, ni el descarado apoyo del árbitro al conjunto local consiguió doblegar al Atleti, que arrancó un empate a cero con tan sólo ocho jugadores sobre el campo en un partido tenso e interminable, vivido al borde del colapso por toda la afición atlética.
Pero no acabó el duelo tras el pitido final de Babacan. Lo peor vino después, en el túnel de vestuarios, donde los jugadores atléticos fueron agredidos impunemente por aficionados y jugadores del Celtic, encabezados por su entrenador, Jock Stein, que no se recató a la hora de repartir mamporros.
A pesar de la intolerable emboscada y de las agresiones sufridas, la UEFA sancionó a tres de los mejores jugadores del equipo, incluido Ayala, e impuso una multa histórica al club de casi dos millones de pesetas. Por provocar.
Recordé todo aquello con rabia mientras consultaba el viejo reloj de pared que colgaba encima del encerado. Todavía faltaba más de media hora para salir y no encontraba la forma de tranquilizarme. Pedí permiso para ir al servicio y allí, frente al espejo, me arrepentí de haber desconfiado del Atleti.
Fue en los días posteriores al inolvidable encuentro de Glasgow. No las tenía todas conmigo. Aunque había visto en aquel histórico empate un signo de fortaleza, una señal de que el equipo, por fin, estaba a las puertas de hacer algo grande, las injustas decisiones de la UEFA me llenaban de preocupación y temía que, otra vez, el Atleti se quedase a medias por una injusticia, un golpe de mala suerte o, simplemente, como otras veces, por un misterioso capricho del destino.
Pero en el partido de vuelta en el Calderón, al que acudí con mi padre, viví una noche mágica que borró definitivamente todas mis dudas. En esa velada de maravilloso recuerdo, el Atléti superó con claridad y buen juego al Celtic de Glasgow y se plantó por derecho en la gran final de la Copa de Europa. La final de la Copa de Europa. Parecía increíble, era como vivir un sueño. No había niño más feliz en el mundo aquella noche de primavera.
Regresé a la clase, caminé hasta el pupitre en silencio y volví a mirar el reloj. Saqué de nuevo el álbum de la cajonera y observé con devoción la página del Atlético de Madrid. Allí estaban, Gárate y Adelardo, los autores de los tantos contra el Celtic, los dos goles que clasificaron al Atleti para la final. También Luis Aragonés. E Irureta. Y Heredia. Y esos sí iban a jugar.
Sabía que la brillante clasificación para la final había cambiado la percepción de muchos sobre el Atlético. Era como si, de repente, pasase a formar parte de la aristocracia del fútbol europeo, compartiendo honores con el Inter, el Ajax o el Madrid. Era como si mi padre, de pronto, empezase a trabajar de maître en el hotel Ritz.
Todo eso estaba muy bien, me llenaba de satisfacción, podía discutir sin rubor con los altivos seguidores del otro grande de la capital y presumir de jugadores y estadio, pero esa noche el equipo tenía la oportunidad de culminar una temporada histórica en el estadio Heysel de Bruselas y el cercano reto me llenaba de ansiedad.
No podía parar quieto en la silla. No podía dejar de pensar en el partido. Tomé un cuaderno y un lapicero. Me pareció entender entonces que la maestra hablaba de Rosalía de Castro. No importaba. Arranqué una hoja y escribí los nombres de mis elegidos para enfrentarse al Bayern: Reina; Melo, Heredia, Eusebio, Capón; Adelardo, Luis, Irureta; Ufarte, Gárate y Salcedo.
Sólo quedaban cinco minutos para que sonase el timbre. Guardé el cuaderno, el álbum y el Marca en la cartera y la coloqué sobre las rodillas, no fuera ser que perdiese un segundo de más en recoger.
Bajé las escaleras del colegio a toda prisa y no detuve la carrera hasta llegar al bar de la glorieta, donde mi padre ya estaba esperando con una bolsa repleta de refrescos, cervezas y aperitivos. Nos cruzamos una mirada cómplice, brillante de ilusión. No nos dijimos nada. En un rato estaríamos juntos frente al televisor.
Llegué a casa en un suspiro y mi madre me envió al baño nada más verme. Venía empapado en sudor, con la ropa sucia y arrugada. No tardé en meterme en la bañera. Era una noche en la que no se podía perder ni un segundo. Llevé el pequeño transistor y mientras me enjabonaba escuché a los cronistas destacados en la capital belga. La Grand Place estaba abarrotada de seguidores del Atlético. Algunos, llegados desde Madrid, otros, trabajadores españoles emigrados a Holanda, Bélgica, Alemania, Francia o Suiza. Por un momento me imaginé allí, ondeando la bandera rojiblanca por las calles de Bruselas, rodeado de la gran familia atlética, quizá cerca de los jugadores, en el hotel, deseándoles suerte, abrazándome a ellos.
Me puse el pijama y comencé a dar vueltas por la casa sin saber muy bien como matar el tiempo que quedaba hasta el comienzo del partido. Revolví en los cajones del aparador, rebusqué entre los periódicos viejos, abrí la bolsa de patatas fritas, saqué la caja de las chapas y cambié algunos nombres, me miré al espejo, clavé una foto de Ayala en la pared de mi cuarto y jugué con una pelota de tenis en el pasillo, hasta que mi madre perdió los nervios y me ordenó sentarme quieto en el sillón so pena de marcharme a la cama sin ver el partido. Y allí quedé inmóvil, hasta que escuché el peculiar tintineo de las llaves de mi padre abriendo la cerradura de la puerta. Empezaba el partido.
Dispusimos sobre la mesa camilla todo lo necesario para seguir el encuentro como si fuera una fiesta. Aperitivos variados, boquerones en vinagre, tortilla de patatas, los zarajos que tanto nos gustaban y pimientos verdes fritos con mucha sal. Abundante cerveza para mi padre, y Mirinda de naranja para mí.
No fuimos capaces de articular palabra cuando vimos salir al campo a los dos equipos. Nos invadía una gran emoción y sentíamos un enorme hueco en el estómago, un agujero que ni siquiera los zarajos podían rellenar.
No pude ocultar una sonrisa cuando descubrí que la alineación del Atléti era la misma que había escrito en el colegio. Pero, Udo Lattek, el entrenador del Bayern, presentaba un inquietante equipo titular, ni más ni menos que la columna vertebral de la selección alemana: Maier; Hansen, Beckenbauer, Roth; Breitner, Swarzenbeck, Torstechnsson, Zobel; Hoeness, Muller y Kapellman.
Cuando por fin se puso el balón en juego, sentí que no había nada más importante en el mundo. Todo lo demás carecía de interés. No había cosa que mereciera la pena, sólo aquellas imágenes en blanco y negro que ocupaban por completo mi mente, sin dejar resquicio alguno para nada más.
Después de los primeros diez minutos, mi padre acertó a decir algo, a respirar. El Atleti estaba aguantando la presión de los alemanes y a medida que avanzaban los minutos se acercaba con mayor peligro a la portería opuesta.
Terminó la primera parte, muy igualada y emocionante. Y la segunda, tan equilibrada y tensa como la primera. Y comenzó la prórroga, momento en el que mi madre se marchó a la cocina.
La mujer no quería o no podía ver más y allí nos dejó sentados, boquiabiertos e inmóviles, con la sensación de estar viajando despiertos por un sueño demasiado frágil, a punto de quebrar.
Pero el Atlético, esta vez, parecía más dispuesto que nunca a romper el mal agüero y cuando tan sólo faltaban seis minutos para el final de la prórroga, Luis Aragonés lanzó un soberbio golpe franco sobre la portería de Maier y el balón se coló limpiamente por la escuadra. Un golazo. Campeones de Europa.
Saltamos de las sillas como si nos hubieran encendido un petardo en el trasero y volcamos con el impulso la mesa camilla. Cantamos el gol con rabia y saltamos abrazados bajo una lluvia de cortezas, palillos y migas de pan.
Sólo quedaba defender con el alma. No se les podía escapar. Pero a dos minutos para el final, Schwarzenbeck robó en falta el balón a Gárate y, sin pensárselo dos veces, chutó desde lejos, casi desde el centro del campo, y el balón acabó, inexplicablemente, entrando junto al poste derecho de la portería de Miguel Reina.
Se acabó. Apenas quedaba tiempo para más. En dos días el desempate, también en Bruselas. Pero daba igual, el extraño y maldito gol de Schwarzenbeck nos había dejado sin habla, helados sobre las sillas, con el corazón roto y sin esperanza. Sabíamos que se había esfumado una oportunidad histórica, que habíamos conseguido acorralar al gran Bayern, que rozamos la gloria con la punta de los dedos. Pero también comprendimos que la apisonadora alemana no iba permitirse un nuevo desliz. El sueño se había acabado.
Tan mal nos quedamos que mi madre, cuando regresó de la cocina, ni siquiera nos regañó al descubrir la mesa camilla quebrada, la cena esparcida por el suelo.
El día de la repetición, salí del bar de la glorieta con un trozo de bizcocho en la mano y me acerqué despacio hacia el grupo de muchachos que ya martilleaban con el balón el viejo portón abombado de saneamientos La Cruz.
Seguro que mi padre me observó con tristeza y preocupación desde el gran ventanal; sabía lo afectado que estaba tras el doloroso empate, el poco ánimo que presentaba el día en que el Atleti tenía una nueva posibilidad de alzarse con la Copa. Fijo que, como siempre, siguió con interés el partidillo en la glorieta, en el que jugué, hay que decirlo, con gran desgana.
Tampoco ese día atendí en clase. Estaba apesadumbrado, deprimido, me sentía como un escalador al que le sorprende un alud a un metro de alcanzar la cima y le devuelve rodando hasta las primeras estribaciones de la gran montaña. Incluso me planteé la posibilidad de no ver el segundo partido.
Pero allí estaba, frente al televisor, sentado al lado de mi padre, que sonreía confiado e intentaba animarme. Pase lo que pase, nunca te olvides de todo lo que hemos disfrutado con este equipo, dijo.
Esta vez, tan sólo pusimos patatas fritas, almendras y algunos refrescos sobre la mesa camilla. No era día para adelantar celebraciones. Y como temíamos, el Bayern no dejó ninguna opción desde el principio. El Atlético, plagado de bajas, andaba tan desanimado como yo y se entregó enseguida. Cuatro a cero. Dos de Hoeness y dos de Muller. Punto y final.
Lo sabía, lo estaba barruntando, pero la realidad resultó mucho peor que las predicciones, y aunque me había mentalizado para asumir la derrota, rompí a llorar y me marché corriendo a mi habitación. Al rato, mi padre golpeó con los nudillos en el entrepaño y entró despacio. Se sentó a mi lado, en la cama, en la que yo permanecía tumbado bocabajo. «Si de repente yo me pusiera gordo como una vaca y feo como un demonio… ¿Me seguirías queriendo?», me preguntó. «Sí», contesté, con la voz todavía entrecortada por el llanto. «Si enfermase, ¿cuidarías de mí?». «¡Claro!», pero no digas eso. «Entonces nunca dejes de querer al Atleti. Aunque pierda. Hay que animar al Atleti siempre, y más ahora, cuando de verdad lo necesita. Y ponte guapo, hijo, que nos vamos a la verbena».