Yo tenía nueve años y, por el trabajo de mi madre, nos habíamos mudado a esa pequeña ciudad, que para mí era lo mismo que una palabra desconocida o una canción en alemán. Paraguay podía ser Uruguay, podía tener la bandera celeste y el sol amarillo en una esquina porque, como le pasa a gran parte del mundo, no tenía idea de su existencia.
Asunción era calor, calles empedradas, gigantescos árboles de mangos y aguacates, gente en sandalias tomando tereré en los porches de sus casas. Era una película en sepia: lejana, nostálgica, melancólica. Yo no entendía nada. Todo olía a lapacho, el árbol típico de la ciudad, una mezcla de jazmín y rosas. Mientras, el cielo se tapaba, llovía a raudales —yo nunca había visto una tormenta, porque en Lima el cielo solo suspira—, y poco después reventaba el sol y era hora de la piscina. Porque sí, teníamos un jardín con piscina, algo que en Lima era, más bien, un sueño húmedo.
Y también teníamos ESPN. Me permito el salto del romántico sepia a la cruda televisión por cable porque ahí, en la sala de una casa ubicada en la calle Ocampos Lanzoni, y de número 213, empezó todo. Fue un 23 de noviembre, hacía calor, como siempre en Asunción, y mi hermano y yo recién llegábamos del colegio. En ESPN estaban dando la Champions, de la que yo recién empezaba a enamorarme. Pero el amor verdadero, el que nació esa tarde, y el que me mantendrá atado probablemente para siempre, fue de color morado.
Jugaban en el Artemio Franchi la Fiorentina y el todopoderoso Manchester United que, además, terminaría ganando la competencia. Y jugaba, sobre todo, Gabriel Omar Batistuta, con la número nueve y la banda de capitán. En el United estaban Stam, Neville, Keane, Beckham, Scholes, Giggs, Yorke y Cole. En la Fiore, estaban Batistuta, Rui Costa, Toldo y ocho más. Bati hizo un gol y generó el otro, que marcó Balbo, delantero argentino de estirpe.
Es el primer recuerdo que tengo, y el que utilizo cuando me preguntan por qué soy hincha de la Fiorentina, ese equipo bastante desconocido, lejano, aunque romántico, por ser de esa ciudad tan artística y poética, y por llevar esa camiseta morada que pocos utilizan. A partir de ese momento, no dejé de seguir a la Fiore, ni siquiera cuando el club fue liquidado y básicamente desaparecido en el sótano de la cuarta división italiana. Ni siquiera en segunda, cuando Batistuta logró que la Viola volviera a primera. Ni siquiera hoy, que los canales de pago retransmiten los partidos de Polo de la liga Argentina —pocas cosas más obscenas que ver a millonarios argentinos montando a caballo y dándole a una pelotita—, pero casi ninguno de mi equipo. Y no dejaré de hacerlo.
Todo empezó en Asunción, después de la tormenta, con olor a Lapacho. Asunción tiene la culpa.