Qué quieren, no se le podía pedir más al Qarabag. Dio lo que tenía. Se fajó como si se jugara algo, como si tuviera primos en Carabanchel, como si su vida también pendiera de un hilo. No sé exactamente qué pensábamos, pero estoy seguro de que pensábamos mal. Quizá buscábamos un malvado o una excusa, tal vez un dos por uno. No lo hubo. Aunque eliminados, los jugadores del Qarabag tenían buenas razones. El millón y medio que paga la UEFA por una victoria era, sin ir más lejos, una espléndida razón. Dividan ese dinero entre 22 futbolistas y les saldrá a 68.000 euros por barba. Denle algo al entrenador y los auxiliadores, no sean tristes, y aún les quedará un buen pico. Ahora piensen cuánto correríamos nosotros por un cheque así y ahora calculen cuánto hemos corrido ya. Si todavía les queda imaginación, imagínense orgullosos ciudadanos de Azerbayán. Y a continuación supongan que les mira un país de cejas gruesas. Claro que tenían razones.
Hicieron lo que podían y sostuvieron el empate durante 52 minutos, hasta que la insistencia de la Roma culminó en un rebote y un gol de Perotti. Los malditos cántaros de leche. Dos minutos después, en Londres, llegó el gol del Atlético. Demasiado tarde, tres minutos tarde. No podemos decir cómo habría afectado a la Roma saberse eliminada, aunque fuera momentáneamente, y tampoco podemos adivinar cómo hubiera aprovechado el Qarabag ese desconcierto. Ahí estaba el milagro. En esa mínima rendija. Al menos, entrevimos la luz.
La Roma dejó de pensar y el Qarabag empezó a hacerlo. Unos se acordaron de que son italianos y los otros pobres. El Chelsea empató y desde Londres dejaron de llegar noticias y sólo llegó la brisa. Así terminó el partido que se jugó dos campos. Era imposible y lo fue. Pero no por tanto. Por dos goles y tres minutos.