Hay una epidemia terrible en el terreno audiovisual que consiste en querer estirar productos que ya no dan más de sí. Es el caso de la franquicia Saw, una saga interminable y redundante que parece no tener fin. Lamento llevar la contraria a poderosos productores, pero el chollo se ha acabado. No nos apetece seguir jugando al mismo juego. Ni siquiera seguirle la corriente a Jigsaw (Tobin Bell), para justificar una presencia caduca y aburrida.
La vuelta de tuerca a Saw se acabó en la tercera entrega (muy recomendable), incluso la cruda reflexión a la que nos llevó el viejo John Kramer tomándose la justicia por su mano de una manera tan retorcida. ¿Quién habrá decidido que era buena idea relanzar una trama semejante después de encerrarla en un cajón allá por 2010? El argumento del sucesor designado nos deja fríos. Ese camino ya se recorrió en anteriores ocasiones de una manera más o menos acertada y la cuestión es: ¿por qué no se utiliza precisamente esa secta maquiavélica que deja Jigsaw a su paso como fórmula del éxito como por ejemplo en The Following?
Los fans de la saga, sin embargo, no estarán decepcionados. Saw VIII apuesta por la sangre, no hay experimentos, es un clásico que continúa con su esencia con todas las consecuencias. Es una película para un rato en el que no se tenga nada mejor que hacer, por aquello de cerrar el círculo de una saga que en cualquier pasado fue muchísimo mejor, y sin embargo mantendrá a los seguidores calentitos en la butaca. Prueba de ello es que las siete películas de la serie han recaudado más de 415 millones de dólares en Estados Unidos y más de 873 millones en todo el mundo.
Cinco nuevos conejillos de indias en una granja abandonada y otras tantas cintas con la voz de ultratumba del justiciero más famoso del cine de terror en la última década. Jigsaw está de vuelta, pero no tenemos nada que celebrar.