Antes, en tiempos más amables para los hinchas, el estadio El Campín de Bogotá solía inundarse de azul y rojo cuando se jugaba un clásico capitalino. Sus gradas parecían un mar de sangre, divididas exactamente por la mitad como un ying-yang a color. Hace muchos años que esto no se ha vuelto a ver, y ahora es costumbre que las taquillas sean exclusivas para el equipo que oficialice como local.
El miércoles, la totalidad de los fanáticos eran azules, y anoche rojos. Sin embargo, no faltaban algunos cuantos intrépidos que, decididamente, se colaban y disfrazaban entre los enemigos para ver una final nunca antes vista. Esos tantos que se quedaron ad portas de su objetivo, pero que fueron delatados y expulsados con ayuda de la policía, estuvieron tan cerca como Santa Fe de su estrella 10.
En el juego de ida, los rojos mostraron –casi sin duda alguna– el peor desempeño de la temporada. Fueron irreconocibles. Carentes de ideas, de juego, de precisión, de garra. Abusaron de las pelotas largas, entregaron los duelos en bandeja de plata, y pagaron el precio. Un 1-0 final, que pudo haber sido aún peor, no era una ventaja tan abultada, con lo cual la santa fe de sus hinchas seguía latente. Llegó el domingo y era el momento de teñir de rojo el Campín. Embajadores y cardenales salieron al campo y esta vez sí jugaron de tú a tú. Santa Fe salió a proponer, Millonarios se acercó peligrosamente en los primeros minutos. Desde el pitazo inicial se sabía que iba a ser un espectáculo del fútbol acorde al contexto que lo rodeaba.
En los 15 primeros minutos millonarios se adueñó de la posesión como si fuera un presagio del título. Santa Fe dominó los 30 restantes del primer tiempo y consiguió igualar las condiciones en el resultado global gracias a un penal. Estuvo cerquísima de irse al vestuario con el 2-0 a favor y una tranquilidad refrescante para, en el segundo tiempo, mantener un orden táctico y disciplinado que frenara al rival; lo que mejor sabe hacer. Pero no fue así, y la mínima diferencia lo dejaba aún en la cuerda floja. Al comienzo del segundo tiempo vino el empate de Millonarios. Un córner y cabezazo del defensor central y capitán albiazul. Primera advertencia de la ironía que tendría planeada el destino para los fanáticos cardenales que alentaban incansablemente.
Irónico fue, porque fue un gol con tinte santafereño. La pelota quieta y los centrales aguerridos y habilidosísimos a la hora de cabecear en el área rival solían ser las armas más letales de los rojos para desentramar un juego complicado, y Millonarios supo hacerlo a la perfección. Santa Fe se levantó, buscó la ventaja y superó las desconcentraciones que hacían temblar a sus hinchas. Faltaban 10 minutos, se estaba quedando en el camino, y entonces apareció el destello de un grandísimo delantero que se fue y volvió para resucitar a un equipo carente de poder ofensivo. Morelo y su genialidad devolvieron la ilusión y sacudieron a más de 35.000 almas que recordaban que al ser hinchas de Santa Fe, la gloria viene con sufrimiento. No bajaban los brazos aún, cuando un silencio infernal calló los cánticos que reclamaban el título. Nadie entendía muy bien qué pasaba hasta que el grupo de jugadores azules corrieron a celebrar en la esquina norte, donde estarían sus hinchas si ese hubiera sido El Campín de los 90’s. No pasaron dos minutos de gozo. Todo acabó allí.
El golazo de Henry Rojas le aseguró la estrella 15 al equipo de Russo, y condenó a su rival a un duro y triste regreso a casa. De nuevo, Millonarios la hizo al mejor estilo de Santa Fe: al contragolpe. El espectáculo será recordado como digno de una final inédita y aún así tan esperada por los fanáticos del fútbol en todo el país. Un gol respondía a otro, y al final quizás le faltó tiempo al León para dar su última estocada, y dejar que la suerte de los penales definiera el fin de esa historia. Quizás, y me inclino más a creer esta opción, el destino ya estaba escrito y era el turno del Embajador para celebrar con sus hinchas.