El 24 de diciembre a las seis de la tarde, cuando la gran mayoría de peruanos empezaba a dirigirse a encontrarse con sus familias para festejar la Navidad, el presidente peruano indultó al ex dictador Alberto Fujimori, quien cumplía 25 años de condena por delitos de lesa humanidad, entre otros. Fujimori mató, robó y esterilizó a mujeres andinas contra su voluntad en la década de los noventa. Luego, cuando su legitimidad pendía de un hilo, se escapó del país, renunció vía fax, para luego, en busca de inmunidad parlamentaria, postular al Senado de… ¡Japón! Unos años después, cuando se encontraba en Chile, la justicia de ese país lo detuvo, lo extraditó al Perú, donde se le condenó por los delitos antes mencionados.
Las cenas navideñas, por supuesto, se desnaturalizaron. Por más que se comió pavo y se abrieron los regalos a la medianoche, las conversaciones eran tensas, y los humores, como era de esperarse, no eran los mejores. Ni siquiera el nacimiento del niño Jesús calmó las aguas. Ni tampoco la llegada de aquel obeso hombre nórdico en el que ya nadie cree.
La costumbre —y el deber, pero sobre todo la costumbre— me tocó el hombro y me recordó que ya era hora de escribir un texto para ALACONTRA: ya habían pasado algunos días desde el último publicado. Suele suceder que la coyuntura me invita a hacerlo, y un rápido repaso por los medios que reviso a diario me propone unos cuantos temas sobre los que escribir. En esta ocasión, no tenía nada que decir. No por la falta de temas, sino porque, dada la situación que se presentaba en el Perú, no sabía si era pertinente escribir de fútbol, que es, básicamente, a lo que me dedico.
¿Cómo escribir de fútbol cuando todo lo demás se está yendo a la mierda? ¿Cómo mirar la Premier League si en el otro canal el remedo de presidente que tenemos anuncia que ha liberado al séptimo presidente más corrupto del mundo?
No tengo clara cuál es la respuesta, el porqué. Lo que sí tengo claro es que la vida debe seguir y de fútbol hay que hablar porque la pelota sigue rodando y las cosas siguen pasando. Es cierto, sin embargo, que en contextos así, nuestro deporte pierde su relevancia, y es cierto también que se le quita toda la gravedad a una derrota o a un descenso: la vida vale más que un gol, no cabe ninguna duda.
El 2017 ha sido un año particularmente movido para el Perú: hemos sufrido los embates de la naturaleza con un agresivo fenómeno de El Niño; el presidente ha estado a nueve votos de ser vacado de su cargo; y el mismo presidente ha liberado a uno de los personajes más odiados de la historia moderna del país. Pero también ha sido un año en el que nuestra selección de fútbol clasificó a un Mundial después de 36 años; un año en el que, primero, creímos que Paolo Guerrero no estaría en Rusia, para luego enterarnos de que sí lo hará. Incluso Alianza Lima, uno de los clubes más grandes del país, campeonó después de más de diez años. Hay motivos para celebrar.
Y se los debemos al balón.
No lo olvidaremos nunca, este 2017, pero la vida sigue, y, así como salen asesinos de la cárcel, otros están por entrar. Igual que la pelota cuando besa el travesaño: lo más probable es que el siguiente remate vaya para adentro.
O no.