Mi padre quería llevarme al fútbol y yo no entendía muy bien por qué. No era un hincha apasionado ni un entendido de los que cantan la alineación del Botafogo de carrerilla. Tampoco discutía en acalorados debates de bodega ni participaba en piques de oficina. Le interesaban otras cosas aparte del balompié, tenía otras aficiones, prefería llevarnos a trotar por La Pedriza que seguir la jornada dominical pegado a la tele o al transistor. Sólo veía partidos por televisión, y no siempre, cuando jugaba su equipo favorito, el combinado nacional en los Mundiales o las grandes finales europeas. No se tomaba el fútbol en serio, apenas conocía a las grandes estrellas y no tenía ningún interés por todo lo que rodeaba al deporte rey. No solo eso, además, siempre criticaba a los que se pasaban la tarde tirados en el sofá viendo un sinfín de partidos de cualquier Liga o categoría, le parecía una auténtica pérdida de tiempo y sostenía que era algo nocivo para el funcionamiento del cerebro.
Aseguraba que sólo quería llevarme al fútbol porque le hacía ilusión hacerme de su equipo de toda la vida, compartir conmigo esa devoción tan especial aunque sólo fuéramos una vez al estadio, luego yo decidiría.
Aquel fervor me parecía cuando menos misterioso, no acertaba a comprender cómo mi padre, que apenas entendía el fuera de juego, era capaz de seguir con tanto cariño a ese equipo tan irregular que, a pesar de su brillante y centenaria historia, tantos y tantos disgustos daba a su afición. Era como si un ateo venerase a la Virgen del Carmen.
Mi madre, poco amiga de los espectáculos de masas, le había dicho a mi padre, le había advertido seriamente, que hasta que no cumpliera los catorce años no podría llevarme al estadio. No sólo pensaba que con menos edad no iba a entender los lances del juego y que seguro me iba a despistar con una hormiguita que cruzase entre mis pies, además, temía que me perdiese o que me espachurrasen en algún tumulto. No hubo más que hablar. Mi padre ni siquiera se esforzó por convencerla, no insistió como otras veces en otros asuntos; respetaba y comprendía sus temores.
La curiosidad no me dejaba descansar y un día, mientras le ayudaba a ordenar las herramientas en el sótano, le pregunté sin más por las razones de tan curiosa afición, por los fundamentos que habían concebido aquella inexplicable predilección ¿Cómo podía ser de un equipo de fútbol si ni siquiera conocía a sus jugadores, si no estaba al tanto de los últimos fichajes, si, por no saber, no sabía ni el nombre del entrenador?
Se limpió las manos con un trapo, encendió el cigarrillo que llevaba apagado en los labios y dibujó una sugerente sonrisa antes de contarme la historia. Sus ojos se llenaron de un brillo distinto, como si quisieran iluminar aquel viaje en el tiempo.
De pequeño padeció una fuerte neumonía provocada por la tuberculosis y estuvo ingresado durante algunas semanas en un hospital infantil de la capital, lejos del pueblo donde vivía. Pasó allí un invierno muy duro. Su madre, que trabajaba como siete burras, sólo podía ir a verle los domingos y de su padre hacía mucho tiempo que no tenían noticias. Estaba muy triste, débil ante la yerma soledad de la gran habitación blanca, rodeado de niños tan enfermos y solos como él.
Y a aquel sanatorio también llegaron las Navidades, ese tiempo que multiplica la soledad y la tristeza de los que no pueden disfrutar de la alegría de las fiestas en compañía de los suyos. Cantaban algún villancico, intentaban evadirse de la realidad con chistes y chanzas, pero no conseguían animarse ni que su celebración pareciese real; podía más la enfermedad, y la tristeza.
Pero el día de Reyes, al que todos temían por su sorda capacidad de henchir la depresión, tuvieron una visita inesperada. Era muy temprano, aún dormían, cuando escucharon las voces que llegaban desde el vestíbulo del hospital. Y todos los muchachos se incorporaron para escuchar los pasos y la bulla que de pronto subía por la escalera principal.
Todos aguardaban expectantes en la gran habitación blanca. Sentados sobre las camas, guardaban silencio y se miraban los unos a los otros como buscando respuestas a tanta intriga. Apenas podían respirar, parecía que quisieran aguantar la respiración hasta que llegaran los pasos que ya se escuchaban muy cerca.
Y se abrió de par en par la puerta de doble hoja de la habitación. Y entraron sonrientes, y eran muy altos, gigantes les parecían, hombres fuertes de bigote poblado y duro mentón, magos en chándal rojo que repartieron sonrisas y regalos envueltos en el halo esmerilado que cubre los sueños. Eran futbolistas del que se convertiría, desde ese día, en el club de sus amores.
Hablaron con él largo rato, le animaron, le dieron calor y afecto y al despedirse, le entregaron un balón firmado por toda la plantilla. Tanta ilusión le hizo el regalo, tan feliz se sintió entonces, que la imagen del escudo serigrafiado en el balón quedó grabada en el lugar más luminoso de su memoria. Nunca lo olvidaría.
Le pregunté por aquel balón y aseguró con sorprendente desdén que después de conservarlo durante muchos años lo perdió en una mudanza, algo que me apenó, pues era algo que hubiera querido conservar como recuerdo de esa historia, y de mi padre.
Llegó el día de mi cumpleaños y fuimos todos a cenar a Casa Caneiro, nuestro restaurante favorito. En los postres, mi padre me entregó un paquete. Dentro, la cajita de herramientas que le había pedido. Y también, el balón con el escudo serigrafiado que le regalaron en aquel hospital. Nos reímos, le besé y le di un abrazo muy fuerte. Cuando nos separamos, sacó un sobre del bolsillo interior del chaleco. Había llegado el momento. Dos entradas para el partido del sábado. Sabía que era muy importante para él, lo noté, lo pude ver en su mirada, en el fulgor de esos ojos que sólo se encendían cuando le colmaba la felicidad.
A mí, la verdad, no me interesaba demasiado el fútbol. A veces jugaba en la plaza, por estar con los amigos, más que nada. No compartía la pasión que despertaban este o aquel jugador entre la chiquillería del barrio, ni entendía las discusiones provocadas por rivalidades intrascendentes. Aun así, acepté el regalo con gran ilusión, porque siempre que salía con mi padre, fuese donde fuese, lo pasaba en grande.