Siempre sospeché que Santa Claus, en lugar de un afable finlandés barbudo procedente de Laponia, era un pilier irlandés curtido en mil batallas en la primera línea de la Liga Celta. Creencia basada en un dato fundamental que mi padre me reveló siendo niño. En Irlanda los niños dejan a Santa una Guinness y un mince pie, junto a un manojo de zanahorias para Rudolph, su arce. Aquello confirmó mis sospechas y convirtió la Isla Esmeralda en un destino soñado. Cierto es que, desde mi inocencia infantil, tampoco recabé que Santa terminaría su jornada laboral navideña con una curda como un castillo por la ingesta. Un detalle, en cualquier caso, menor.
Apenas dos horas separan a la coqueta Dublín de la industriosa Belfast. Poco más de lo que tarda el vuelo que acerca Madrid a Dublín. 1.450 kilómetros de distancia, lo que vienen siendo seis Heineken regando una animosa charla a 30.000 pies de altura al nada desdeñable precio de cinco euros el trago. Tarifa Ryanair. Una vez en tierra, las poco más de 100 millas que separan la capital de las dos Irlandas se recorren cómodamente por la A1, autovía copiosamente transitada por miles de coches con su volante académicamente situado en el lado abierto del juego. Confirmamos, de paso, que todas las ciudades son la misma los viernes, cuando sus habitantes protagonizan un éxodo salvaje rumbo al campo, la playa o a Mordor. Cualquier sitio lejos del lugar de trabajo vale.
Diciembre es un mes tan recomendable como cualquier otro para viajar por Irlanda, en realidad todos lo son. Mucho más si la excusa es ver rugby. Y más aún si en la nómina de juego comparecen primadonnas como Charles Piutau, Garry Ringrose, Jacob Stockdale, Jamie Roberts, Marcus Smith, Rob Kearny, Robbie Henshaw, Stuart McCloskey, Jack Nowell, Tadhg Furlong, Scott Fardy, Matt Kvesic, Sean O’ Brien… Lo más granado de las islas salpimentado con luminarias del sur en un desafío intergeneracional con el Santo Grial de la Champions Cup de fondo.
Este cuento de Navidad comenzó en Belfast. Y como todos, tiene una buena obra. Si se considera eso a empujar el destartalado coche de un norirlandés que se quedó tirado delante del hotel. Allí fuimos un puñado de españoles a meter el hombro, como si de una melé se tratase. «¡Thank’s lads!», gritó el tipo sacando medio cuerpo por la ventanilla con el auto ya lanzado a tumba abierta entre el tráfico. No lejos de allí estaba el fortín de Ulster, concretamente en el 85 de Ravenhill Park. «En el centro», apostilló el mofletudo recepcionista. En realidad en Belfast todo está en el centro. Entendiendo por centro cualquier sitio al que se llega a pie. Rebautizado Kingspan Stadium (el merchandising no respeta los templos), lo primero que llama la atención de Ravenhill es lo coqueto que resulta en la primera impresión, la que cuenta. Un estadio ecléctico arquitectónicamente, por decirlo elegantemente (cada grada es de su padre), con una capacidad para alberga algo más de 18.000 localidades.

Destaca el precioso Memorial Arch. Situado en la entrada del Ravenhill Rugby Ground, fue inaugurado en 1926 por el presidente de la Irish Rugby Football Union. El arco está dedicado a los jugadores irlandeses de rugby que combatieron en las dos guerras mundiales. Un lado del arco está dedicado a la guerra de 1914-1919 y el otro, añadido evidentemente con posterioridad, a los de la guerra de 1939-1945. En cada pilar hay una placa conmemorativa y los aficionados atraviesan el arco con un respeto reverencial.
Desde allí accedimos a la zona de recreo, lo que viene siendo el bar, un amplio espacio diáfano preparado para el desembarco de una horda de vikingos o de un millar de seguidores de los Harlequins. Tanto da. Grifos que despachaban pintas a una velocidad estimable ante la algarabía del abrigado personal. El termómetro coqueteaba con los cero grados y la lluvia amenazante se desató a mediados de la primera vuelta. Eso en un campo abierto, con un viento metálico que sopla cruzado, convierte en un infierno los partidos para los pateadores.
La sala de prensa es modesta, pero funcional. Un suerte de pasillo en el que me tropecé, por estar pendiente de la televisión, con un armario empotrado que resultó ser Nick Easter. El tercera inglés, en activo hasta hace meses, me pareció mucho más alto de lo que pensaba. Y menos corpulento. No creo que vuelva a percutir, a él le debió parecer que me rozó, con un tipo así en la regional madrileña con Tres Cantos. No fue el único rostro conocido con el que nos topamos. Sobre el césped, micrófono en mano, Brian O’Driscoll departía divertidamente con algún interlocutor al otro lado de la pantalla. Lo descubrimos tras saltar al césped por un túnel de vestuarios que es un monumento a la memoria histórica del rugby en Ulster. Jacky Kyle, Willie John McBride y Mike Gibson, quizás los tres jugadores más importantes de la historia del rugby irlandés, junto a BOD, presiden las paredes de la guarida. Respeto y honor.
El partido fue competido en la primera mitad. Los Quins llegaban sin opciones, pero pese a ello lucieron cierta exuberancia en los tres cuartos. Al mando el nuevo Wonderboy inglés, el filipino Marcus Smith. Un 10 eléctrico con dos patas tremendas que retrató a sus rivales en un ensayo delicioso. A su lado Jamie Roberts, el doctor galés, demasiado solo atrás. Enfrente Piutau, al que le regalaron pocas bolas para contratacar, el emergente Jacob Stockdale y un centro de acero como Stuart McCloskey. El partido lo ganaron los irlandeses delante, como casi todo lo que ganan últimamente, con Henderson y Henry dominando el breakdown. El 52-24 delataba un partido más efectista que efectivo.

Finalizadas las ruedas de prensa, paseo de rigor por el bar del estadio, donde los aficionados de ambos equipos cantaban entrelazados Sweet Caroline como fin de fiesta. Más tortuosa fue la media hora de espera en la cola de taxis, perfectamente organizada, con el frío trepando desde los pies hacia la garganta. Una vez en el hotel, medianoche de Belfast, nos perdimos por las calles en busca de algo caliente. El imponente Ayuntamiento local lucía majestuoso testigo de las idas y venidas de una marabunta de norirlandeses debidamente hidratados para combatir el frío. Dimos con una pizzería, por llamarlo de alguna manera, situada a un par de cuadras del imponente Hotel Europa, el más bombardeado en la bélica historia de Belfast. Y desde allí, paseo de vuelta al hotel con el estómago caliente y los pies fríos.
El sábado amaneció brumoso. La vista, propia del Bilbao industrial de antaño con su ría, fue despejando a medida que llegaba la hora de deshacer el camino a Dublín. Un desayuno a la altura con sus beans y sus huevos. Adiós a las libras, regreso al euro. Pocos saben que las dos Irlandas son una cuando se trata de jugar al rugby. Dos países (República de Irlanda e Irlanda del Norte), cuatro provincias (Leinster. Munster, Ulster y Connacht) y una sola selección de rugby: Irlanda.
El camino nos permitió disfrutar del evocador paisaje irlandés, postal imposible de apreciar el día anterior con la oscuridad de la noche acechando y una fina cortina de lluvia enturbiando todo. Dublín exhibía, como siempre, su cara más hospitalaria y animosa. Comida rápida en los aledaños del Aviva Stadium, antes de cruzar las calles de Shelbourne, un barrio residencial con sugestivas casas rodeadas de bucólicos jardines. El estadio, faraónico y con una cubierta futurista, ha sido remodelado dejando el césped en el sitio exacto en el que estaba en Landsdowne Road, pero han alterado la estructura de la grada por debajo de la cual pasaba un tren de mercancías que hacía temblar toda la tribuna. Un traqueteo entrañable que desapareció con el nuevo coliseo. Cualquier tiempo pasado…
Camino el Aviva hicimos un alto en The Bridge, un pub montado por algunos jugadores internacionales irlandeses como Rob Kearney o Jamie Heaslip, a quien encontramos luego paseando por el césped del estadio rumiando su rabia por no poder jugar. Atiborrado de polos blues de Leinster, este garito se ha convertido en parada obligada para los aficionados antes de los partidos. Seis minutos andando separan a la madera del pub de los tornos de prensa del Aviva. Entramos por un acceso en el que descansan unas vitrinas repletas de reliquias del deporte irlandés. Entre ellas un elegantísimo banderín blanco de un Irlanda-Nueva Zelanda de 1924, tres caps irish de 2008, 2009 y 2010 y hasta una camiseta de la Roja firmada por Xavi. Tiqui taca y garryowens. ¡O tempora o mores!
El túnel de acceso al campo intimida por la altura de las gradas, cual almenas de un castillo. Al pisar el campo volvemos a encontrarnos con un rostro conocido. Para algunos, entre los que me encuentro, mucho más que eso: Brian O’Driscoll. Un tipo con el que nos hemos criado en casa, en los pubs, en los campos… Esta vez charlaba animadamente con su partner en los centros de Irlanda, Gordon D’Arcy, y con el feroz Lawrence Dallaglio. BOD es más pequeño de lo que uno piensa. No supera por mucho mi 1,75, lo que pondera aún más su grandeza. Está para jugar. Un veterano irlandés me cuenta que el O’Driscoll que llegó a Leinster era un niño arrogante , una estrella de la fábrica de Blackrock College. Sin embargo, BOD maduró y hoy es un tipo accesible y divertido. No más que Dallaglio, uno de los 8 más duros que ha pisado, que no deja de bromear mientras acceden a hacerse una foto para inmortalizar el momento.

El partido tiene más galones que el de Belfast. A un lado, Leinster, campeón de Europa en 2009, 2011 y 2012 y semifinalista de la Champions el año pasado. Enfrente, Exeter, vigente campeón de la Premier, un equipo tan agresivo en defensa como en el juego abierto. La nómina local es premium: Rob Kearney, Fergus McFadden, Garry Ringrose, Robbie Henshaw, Isa Nacewa, Johnny Sexton, Cian Healy, Sean Cronin, Tadhg Furlong, Devin Toner, Scott Fardy, Sean O’Brien, Josh van der Flier… Enfrente un bloque en el que destacan tres nombres, los internacionales ingleses Jack Nowell, Henry Slade y Matt Kvesic. El partido confirma la voracidad visitante en los puntos de encuentro con Kvesic pescando y condicionando los rucks. Y confirma que Leinster es un equipo diésel. Al descanso los ingleses ganan 9-17.
La segunda parte es épica. Los irlandeses monopolizan la posesión, pero los ingleses salvan en varias ocasiones las acometidas de los de Leo Cullen en su 22. No obstante, los irlandeses se vuelven a meter en el partido cosiendo a golpes a los Chiefs. Los ingleses saben sufrir, pero la exigencia física es mucha y Nacewa suma golpe tras golpe. Tanto va el cántaro a la fuente, y con tal potencia, que al final, con toda la delantera pendiente de la tercera irlandesa, quien se cuela por el intervalo es el 9 local, Luke McGrafth. Victoria de Leinster, partidazo con dos equipos de primer nivel en Europa.
A la conclusión conversamos con Jordi Murphy en el túnel de vestuarios, donde nos cruzamos con Stuart Lancaster, el ex seleccionador inglés y actual asistente en Leinster. Mientras los protagonistas atienden a las televisiones, Jack Nowell sale discretamente del vestuario y regala su camiseta a un niño que espera emocionado al ala internacional inglés. Al pasar a nuestro lado, se gira, nos mira y nos saluda educadamente: «Hi lads!«. Es rugby.
El tercer tiempo lo celebramos en el Shelbourne Hotel, el hotel más emblemático de Dublín, un lugar glamuroso en el que se respira la Navidad en sus salones. Trajes de noche y mucho treintañero degustando cócteles y buscando el ‘bonus ofensivo’ en la barra más famosa del país. Oscar Wilde era un cliente habitual y en la habitación número 11 se firmó en 1992 la Constitución de Irlanda. Un lugar que la selección de rugby visita litúrgicamente antes de sus partidos en Dublín. La noche acaba con una cena en un restaurante en el que se entabla una conversación coral en la que se entremezclan inglés, francés y español. Regada, por supuesto, por buenos vinos. Es Navidad en Irlanda. El país donde los niños dejan una cerveza a Santa para que engrase el motor y siga su viaje para cumplir su cometido. Ya sea dejar regalos a todos o dar cabezazos en la primera línea.
No engancha. Monótono. Se hace largo y hay demasiados tintes narcisistas.
-«Dimos con una pizzería, por llamarlo de alguna manera, situada a un par de cuadras…».
¿En serio?