Yo antes era un ferviente hincha del Sporting Cristal. No hacía planes los domingos a las 3:30 de la tarde, me iba al estadio San Martín algunas mañanas -cuando jugábamos temprano, un horario delicioso para empezar el día-, incluso iba al colegio y luego a la universidad con mi camiseta celeste, por más que garantizara horas extra de transpiración. Todo valía su precio con tal de molestar al deprimido hincha de Universitario o de Alianza Lima, de sacar en cara la goleada o el gol al último minuto que nos había dado el triunfo.
También me encerraba en mi habitación, y recuerdo, particularmente, algunos episodios: reventar el mando de mi tele contra el suelo un día que casi nos vamos a la baja; saltar de alegría una tarde que remontamos un 1-3 en el Monumental de la U; llorar bajo las sábanas tras haber estado ganando 0-3 en La Plata para terminar perdiendo 4-3 con el Estudiantes argentino. Todos, de alguna manera, han sido momentos que han ido construyendo parte importante de mi persona; sucesos que, bien que mal, han ido definiendo mi manera de vivir el fútbol.
Dicho esto, creo que esa devoción por los colores de mi equipo ha ido menguando por diversos motivos. Uno de ellos, definitivamente, es porque, por decirlo de alguna manera, el fútbol peruano sigue siendo un púber mientras yo ya me convertí en un adulto (o en algo parecido). Mientras yo he crecido, nuestro fútbol sigue luchando contra el acné, los cambios de voz y la baja autoestima. Mientras yo hago planes para casarme, la liga local sigue probándose el terno de papá para el quinceañero. Y le queda inmenso.
Pero creo que el bajo nivel de la liga peruana y de sus equipos cuando disputan torneos internacionales luce aun peor por culpas ajenas. Tiene mucho que ver con el Barcelona de Guardiola, con Cristiano Ronaldo, con la Premier League y con la Champions. Cuando era pequeño, podíamos ver dos o tres partidos europeos por semana, con lo que la jornada local del domingo seguía siendo lo más esperado. Hoy, tengo acceso a básicamente todos los encuentros de las grandes ligas de Europa y de la Champions: los puedo grabar y volver a ver en HD, ponerles pausa y ver, en bucle, los goles en Youtube. Y cuando uno se pone a comparar…
Todo este discursillo puede sonar muy esnob, porque ¿quién me he creído para menospreciar lo nuestro y admirar lo ajeno? No lo sé, pero lo que es cierto es que la tele por cable ha logrado educar a mi paladar futbolístico, hacerlo mucho más selectivo y exigente. Debo confesar que obviamente me alegro cuando gana el Sporting Cristal, aunque no me entristezco demasiado si pierde. He llegado a la enfermiza conclusión de que disfruto más un triunfo de mi equipo para jorobar un poco al vecino perdedor que por goce propio. Eso, en el torneo local. Cuando se trata de la Copa Libertadores, si bien he perdido ya casi toda la esperanza, no puedo evitar ilusionarme un poco cuando jugamos contra el Santos o el Junior de Barranquilla… hasta que nos golean acá y allá, y se me pasa.
Quizás lo del hincha incondicional no era lo mío.
Hace algunos años que pongo mi despertador a las ocho de la mañana para ver los partidos de la Premier, el encuentro de la Fiorentina (el equipo que sigo), y paso el día cambiando de canal, quedándome incluso hipnotizado por un Burnley-Watford que, a los puristas del peruanismo, les sabrá a nada.
Felizmente, tengo a quien echarle la culpa: al que trajo la señal por cable, ese cabrón que lo jodió todo.