Lo que conocemos como Copa del Rey, en realidad Campeonato de España (Copa de Su Majestad el Rey), es la crónica de un precioso juguete usado despiadadamente por niños egoístas. Exceptuando el tramo final, que es ya imposible de estropear, parece una competición menor que no le interesa ni a sus propios dueños. Es ese actor atractivo que se ha dejado físicamente pensando que no le hace falta cuidarse pero que acaba despertando más lástima que admiración. Es esa preciosa actriz que, confiando en su belleza natural, aparece mal maquillada ante el público por pura displicencia. Una pena, porque la Copa del Rey es una competición hermosa, distinta y con muchas posibilidades imposibles de encontrar en otros campeonatos. Una competición que desgraciadamente ha caído en manos de personas que la consideran poco más que una colección de partidos de fútbol comprados al por mayor que tienen que repartir entre las rendijas del enfermizo prime time televisivo que opera en nuestro país.
La Copa del Rey es el primer torneo de fútbol de alcance estatal que se disputó en España. Es la única competición en la que se pueden dar enfrentamientos imposibles. El único lugar en el que podemos ver a un multimillonario extranjero marcando a un auxiliar de banca y que nada de eso nos importe. Un lugar en el que se mezclan los sueños y se laminan las diferencias. Un escaparate ideal para que rincones que no conocíamos puedan lucir por un día. Una máquina imparable de hacer milagros. El último reducto del fútbol profesional donde todavía podemos ver las esencias más básicas de este deporte. ¿No lo ven?
Colocar un partido de vuelta de dieciseisavos de Copa frente a un equipo de Segunda B con el que has empatado en la ida, un miércoles de noviembre, a las nueve y media de la noche, en un estadio nuevo en el que todavía es una odisea entrar o salir y con amenaza meteorológica de ola de frío, es algo que sólo puede entrar en la mente de personas muy condicionadas por otros intereses. Desconozco la rentabilidad económica que puede llegar a tener un trato tan inhumano pero es patente el absoluto desprecio que los dirigentes de la Copa del Rey tienen por los aficionados al fútbol que acuden a los estadios.
Afortunadamente, Simeone es un tipo que respeta los símbolos más que los que comercian con ellos y por su cabeza no pasó la idea de despreciar la competición del KO. No le salió bien el experimento de llenar la alineación de canteranos (algo que práctico en la ida) así que prefirió no correr riesgos absurdos para la vuelta. Desde que tomó esa decisión las posibilidades de sorpresa se acabaron y con ello la posible crónica del Atleti-Elche. Un partido que no existió.
Los alicantinos salieron a tratar de hacer largo el encuentro. Así, en mitad del desasosiego, podrían tener la oportunidad de pescar en río revuelto pero fue imposible. Los de Simeone saltaron al césped algo alocados y con más ganas que criterio para cerrar el partido pero dominaban todo y tardaron sólo veinte minutos en asentarse. El tiempo que pasó desde el pitido inicial hasta que Giménez entró como un toro a la salida de un saque de esquina. Hasta ese momento sólo habíamos tenido espesura y ocasiones falladas. A partir de ese momento tendríamos placidez, propuesta de armisticio por parte del rival, un doblete de Fernando Torres y otro buen puñado de ocasiones falladas. El Elche, resignado, jamás consiguió aparecer en un partido que le vino grande.
En esa suerte de oda al fallo frente a la portería destacó el concurso de Luciano Vietto. Un muchacho argentino que en algún momento de su pasado reciente debió rechazar una ramita de romero ofrecida por alguna gitana. Que debió hacerlo además con muy malos modos, porque el hechizo que tiene encima es de proporciones épicas. Hasta el mismo portero del Elche, Vallejo, parecía lamentarse cada vez que le paraba un balón. Los ratios de acierto frente a la portería que maneja este año el jugador cordobés escapan a cualquier registro lógico para un futbolista profesional. Es evidente que el problema no está en su calidad intrínseca sino en otro sitio. En su cabeza, probablemente. No sé si la solución vendrá desde la psicología, desde la insistencia o si será necesario sacrificar un becerro de oro en el monte Sinaí pero parece claro que las posibilidades de que eso ocurra llevando la camiseta del Atlético de Madrid son cada vez más escasas.
El pase a octavos no es un mero trámite, que se lo digan a Real Sociedad o Athletic de Bilbao, sino la posibilidad de seguir disfrutando de una competición muy bonita que puede convertirse en preciosa. No hay nada como tomarse en serio las cosas que lo merecen para poder llegar hasta ese momento.