Por qué nos fascina Stranger Things? Me lo pregunté después de ver la primera temporada y me lo pregunto ahora, finalizada la segunda. La respuesta más socorrida será aludir al guión, principio y final de todas las cosas. Sin embargo, mi curiosidad sigue sin darse por vencida: ¿Qué nos fascina del guión? Una mayoría de los encuestados (si los llegara a encuestar) se decantarían por la ambientación ochentera. La nostalgia suele ser una receta infalible. Otros mencionarán la historia de miedo-terror mezclada con alienígenas, otra fórmula de éxito demostrado. Desde que La invasión de los ladrones de cuerpos nos marcó la infancia (debo recomendársela a Filipe Luis), los argumentos que incluyen posesiones extraterrestres resultan cautivadores, especialmente cuando se acompañan de esencias ochenteras, pienso ahora mismo en V (aquella lagarta) y en Alien (aquella Sigourney). También es posible que una tercera vía de opinadores apunte a la amistad entre chavales y al amor que asoma como el ingrediente secreto.
Pero no es suficiente. No para mí. Es obvio que la tarta de Stranger Things cuenta con una porción de cada. Sin embargo, en mi opinión, lo que eleva la serie hasta convertirla en serie de culto es el tono, la inocencia que destila quizá por ser una producción que nació menor, sin más estrella que una actriz que ya había dejado de ser estrella, Winona Ryder (la amé tanto).
La inocencia es la clave y debo decir que la inocencia era una virtud muy ochentera, al menos en el cine, al menos en mi cuarto. La inocencia y su pérdida, para ser más exactos. De eso se habla en Cuenta conmigo (1986), que es una película íntimamente relacionada con Stranger Things. Y salto a otro factor que creo fundamental, también presente en Cuenta conmigo, el humor. Y no me refiero al humor como resorte para provocar risa, sino al sentido del humor y, dentro de esa categoría, al humor infantil, tan divertido como inocente. Es por esta razón y por ninguna otra que Dustin (Gaten Matarazzo) termina por convertirse en protagonista principal de Stranger Things, aunque la historia sea decididamente coral.
Desde ese eje se construye lo demás, y se construye con pilares de catedral. Hay que tener mucho talento para crear Stranger Things, pero hay que ser muy listo para entender que la segunda parte no debía dar rienda suelta a los directores, sino a los personajes que más habían volado en la primera, la secuela era suya. Hablo, naturalmente, de Eleven, Hopper y Dustin. Esa elección demuestra que no había nada de carambola en el éxito de la primera parte. Los hermanos Duffer, quienes diablos sean (tengo tendencia a odiar a los tipos que me hubiera gustado ser y en este caso odio el doble), son una pareja de genios que tienen, entre otros méritos, el de haber retratado los años 80 cuando sólo los transitaron con pañales (nacieron en 1984). Tanta es mi admiración que hasta les perdono la vulgaridad de los demodogs, enésima demostración de que el principal obstáculo que debe superar una película de alienígenas son los alienígenas mismos. Si no me importa lo que en otras películas me importa tanto, es porque llega un momento en que los bichos ya no importan nada. Importa Eleven, importa Hopper, importa Dustin e importa Max, deslumbrante aportación (y no olvido el crecimiento del personaje de Steve). El resto es guarnición, y lo digo sin faltar porque ya saben lo buena que es la verdura.
Lo que sucede en el Snow Ball al final del relato no hace otra cosa que culminar una serie inolvidable. Quienes se escandalizan por el beso de unos chavales de quince años tienen muchas ganas de escandalizarse. No veo inconveniente alguno en que los Duffer ocultaran a los chicos que las escenas terminarían con beso. No se me ocurre mejor forma de conservar la frescura y la espontaneidad. No hay nada perverso en ello, salvo para aquellos que vienen con la perversión incorporada. Quince años, no sé si se recuerdan con esa edad. Yo sí. Y hubiera dado cualquier cosa por tener cerca a Eleven, Dustin, Hopper… o a uno de los Duffer.