Yo quería ser Ray Donovan. Cuando empecé a ver la serie, me pasó lo mismo que con Don Draper, ese otro súper hombre que hacía y deshacía como el que más. Pero, igual que con Draper, conforme fueron avanzando los capítulos, empecé a dejar de querer ser Donovan, ese tipo frente al que todos los demás parecen simples peones al servicio del destino. Ese tipo gigante, guapo como pocos, el epítome de la virilidad, de voz grave y silencios profundamente complejos, tanto como desesperantes.
Dejé de querer ser Ray Donovan cuando él mismo dejó de querer ser Ray Donovan. Cuando todo se le fue de las manos, como suele suceder en este tipo de series: Walter White perdió el control, Don Draper lo fue recuperando, aunque quizás un poco tarde, y Ray luchará en la sexta temporada por salir de las profundidades del río Hudson. Donovan perdió a su mujer -a la que manipulaba básicamente con su sexualidad-, perdió a sus hijos -a uno se lo arrebataron los marines y a la otra la ahuyentó con sus infinitas marcas de sangre-, perdió a su hermano Terry -inmenso personaje de la serie-, y hasta a su nueva obsesión, la actriz Natalie James, que se apagó en su cama.
El principal y más letal enemigo de Donovan -un especialista en resolver problemas legales de las celebridades angelinas, muchas veces recurriendo a herramientas ilegales- es él mismo. Su omnipotencia terminó por desaparecer cualquier atisbo de esperanza: nadie, ni siquiera él, puede tener el control de todo, por más que incluso creímos que el cáncer se podía curar a balazos o a punta de chantajes. El laberinto familiar construido alrededor de Ray fue enredándose conforme avanzaban los capítulos. Si bien Mickey, su padre, interpretado maravillosamente por el gran John Voight, ha vivido mucho más de lo que esperábamos (y de lo que se merecía, probablemente), sus relaciones familiares se fueron desmoronando, así como su tácito gobierno sobre todas las autoridades de Los Ángeles.
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Incluso Avi, un ex agente del Mossad que demostraba más lealtad que ninguno a Ray Donovan, uno de los personajes mejor construidos de la historia, ha perdido la lucha contra la adicción a la heroína y otras sustancias que lo enflaquecieron, lo volvieron mortal. Ray se ha quedado solo, en esa búsqueda incesante por escaparse de sí mismo, de su pasado, de sus redes, de su familia. La serie nos plantea un dilema típico de las historias de la mafia: los personajes son crueles y capaces de engañar al más listo, pero nunca traicionarán a sus familiares, con quienes la lealtad es innegociable. ¿Son buenos o malos?
Las mejores series o películas o novelas son las que no nos permiten discernir entre el bien y el mal de manera simple. Pasa con Dostoievksi, con Breaking Bad, con Mad Men o con Tarantino: nuestros protagonistas generan empatía con el espectador a pesar de la brutalidad de sus actos, de la crueldad de sus modus operandi. Y eso sucede con Ray Donovan: no sabemos a quién queremos que le vaya bien, e incluso el desagradable Mickey Donovan, con sus bailecitos ridículos y su capacidad para joder todo lo que toca, se gana nuestro cariño.
Las críticas negativas hacia la serie tienen que ver con la pequeñez de los personajes secundarios con respecto a Ray Donovan, que parece mirarlos a todos desde su torre. Yo creo, por otro lado, que esa es una de las fortalezas de la historia: todos los demás parecen simples mortales, lo cual refuerza la idea de que Ray es invencible, o casi.
Ray Donovan a veces llora, muchas veces grita, casi siempre guarda silencio. La serie es, en muchas ocasiones, el relato de ese silencio, que nos permite interpretar (o imaginar, más bien) lo que estará pensando este antihéroe por excelencia. Ahí yace la maestría de la historia.
Hace poco, vi una entrevista que John Colbert le hacía a Liev Schreiber, el actor que interpreta a Ray. Colbert le preguntó cómo lograba transmitir esa vibra de tipo rudo, y Schreiber respondió que guardando silencio, haciendo como si no se acordara de sus líneas. Después, como nunca, lo vi sonreír. No parecía él mismo.