La capital política del mundo no será la misma. Su decadencia y sus alcantarillas tampoco. La destrucción sistemática del sueño americano a la que nos tenía acostumbrados House of Cards de manera deliberada ha llegado a su fin. Y lo hará con una sexta temporada que esperamos que se asemeje a una traca final en Las Fallas de Valencia. O será del todo decepcionante. Pongámonos en situación. El pasado domingo, el actor de Star Trek: Discovery (serie original de Netflix que actualmente se encuentra en emisión), Anthony Rapp, reveló que Kevin Spacey lo había acosado en una fiesta en 1986 cuando él tenía 14 años. Mientras en Beverly Hills aún se sacudían del esmoquin las migajas del escándalo Weinstein, el actor que da vida a Frank Underwood publicaba un comunicado de prensa en el que, primero, y como todo buen político en tela de juicio, sufría amnesia; y segundo, se disculpaba por su comportamiento a la par que de regalo y ya puestos, confirmaba su homosexualidad.
No sabemos si la confesión fue tan efectiva para desviar la atención como él esperaba. Desde luego, no para Netflix, que horas más tarde echaba leña a la hoguera confirmando la cancelación de House of Cards tras la sexta temporada (el estreno está previsto para 2018). Y nosotros, que no creemos en las casualidades, advertimos la maniobra, que para algo nos hemos tragado todas las temporadas y hemos tomado apuntes sobre el buen hacer de los justicieros que pueblan el ala oeste de la Casa Blanca. Desde su estreno en 2013, la serie ha sido nominada a 53 Emmy Awards y ha ganado 7, compitiendo por cada temporada retransmitida en la categoría a mejor serie dramática. No solo ha sido la serie más premiada de Netflix, sino que Kevin Spacey, Robin Wrigth y compañía catapultaron a la plataforma a alcanzar el liderazgo en el mercado del streaming hasta convertirla en lo que es hoy: un líder mundial y una preferencia casi mayoritaria.
¿Qué sacamos en claro House of Cards ? Pues que algo huele a podrido en Washington, que diría Hamlet. Y es así, porque desde el minuto uno Frank Underwood trata de satisfacer una venganza personal tomándose la justicia por su mano. El argumento está claro, ya no hay diferencia entre la capital de Estados Unidos y el salvaje Oeste. Spacey nos presenta a un personaje sin tapujos, alardeando de su crueldad, perversión y serenidad a la hora de desenvainar la espada y cortar las cabezas que hagan falta para llegar a sentarse en el despacho oval. Ha habido muchas series sobre la persecución del poder en la Casa Blanca, pero nunca antes una tan irreverente, casi violenta, un estilo más acorde a lo que disfrutamos en Juego de Tronos por sentarse en ese amasijo de hierros y controlar el destino del mundo. A Frank Underwood se le quedaría corta la mismísima Cersei Lannister.
Además, la serie no hace ascos a nadie. Se pueden dejar de lado los carteles con el «Black lives matter», porque House of Cards le regala protagonismo a todos los sectores, estamentos, razas, sexos o religiones. Hispanos, indios, afroamericanos, ricos, pobres, jóvenes, viejos, políticos, periodistas y toda clase de personas que comparten un perfil común: calculadores, ambiciosos y narcisistas. Todos ellos, bajo la mano que mece la cuna, un Frank Underwood a imagen y semejanza del tirano más demócrata o del demócrata más tirano, según como se mire.
Conocemos a los esbirros de Netflix y seguro que los Underwoods seguirán siendo malos, malísimos, pero, si en algo coincidimos la mayoría de los fanáticos de la serie es que ha pasado de ser un thriller que levantó a la crítica de sus asientos (1ª, 2ª y 3ª temporada) a una especie de mala caricatura de sí misma (4ª y 5ª). Parece que Kevin Spacey y Frank Underwood compartirán su camino hasta que aparezcan los títulos de crédito. Ambos, salvo giro sorpresivo de los acontecimientos tanto en la vida real como en la ficción, serán obligados a abandonar su trono conseguido a base de sangre, sudor y pecados por la puerta de atrás, abucheados, lapidados. La sentencia es inapelable. Goodbye Mr. President.