El campo de fútbol puede servir de representación, como una especie de fábula, de esa otra realidad que bajo el prisma existencialista siempre termina acabando mal: la vida. Tomemos como ejemplo el amor. El enfrentamiento se da en este caso entre el afecto de una pareja estable, lo que antes llamábamos la relación fiel de los esposos, y lo que de toda la vida se ha considerado tener una petite amie. Hoy en día el amor es como la guerra, ya nadie lo declara, sino que se hace. Así suceden las cosas, como piezas de dominó que se empujan unas a otras: una sonrisa tímida, una conversación furtiva, un “si te hubiera conocido antes” y al fin, entre sábanas de un hotel de aeropuerto, un puñado de promesas condenadas a la pena capital.
Es la historia más antigua del mundo, el cine la ha contado miles de veces. De todas ellas, mi versión favorita es la de Match Point, la que fue última obra maestra de Woody Allen, esa que explicaba el magnetismo del amor prohibido, la muerte social y la mentira. Todo esto, fotocopiado, se encuentra en el combate que se libra en la titularidad de la banda izquierda por los dos polos opuestos del Real Madrid: Marcelo Vieira y Nacho.
Nacho es un chaval de Alcalá de Henares, jugador del Real Madrid desde los 11 años. El pelo se lo corta el peluquero de su barrio y no tiene un solo tatuaje a la vista. Si hay que hablar en público, abre su manual de jóvenes castores para no salirse ni un milímetro del guión. Le pides que baje a por el pan, y baja. Es el ideal platónico del amor, el chico que se toma en serio las promesas, esas que mucha gente recita con el mismo interés que muestran las azafatas cuando te explican las medidas de seguridad en un vuelo. Él no, él las lee y las relee hasta llegar a pensar que las escribió él mismo: “Para lo bueno y para lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, todos los días de mi vida”. Nacho promete una vida sin sobresaltos, nunca llega al segundo gintonic y dedica las vacaciones a volar cometas con los críos. Por la noche, antes de caer dormidos, le susurra al oído a su mujer María las dos palabras más maravillosas del mundo: “Te quiero”.
Pero Marcelo es distinto, es el chico del pelo sin atusar, el de los 1.001 tatuajes, el que se burla de su sombra. A Marcelo le pides que baje a por el pan y si ocurre el milagro y baja, seguro que se queda con la vuelta. Él no es un chico obediente, cuando le dicen “defiende” se distrae bailando la samba, la capoeira y el maracatú. Su improvisación provoca decisiones caprichosas y desconcierto, pero participa de la espontaneidad alegre y carnavalesca de los amores fortuitos. Es mentiroso y canalla, aunque sí, admitámoslo, Marcelo te hace reír.
Sobre el césped, cada uno actúa según su propio carácter. Nacho no pierde un balón ni aunque le torturen un millón de chinos, mientras que Marcelo los pierde sin que nadie se acerque a presionarle. Marcelo milita en el anarquismo por la izquierda, Nacho en esa misma posición hace política conservadora. El de Alcalá de Henares es el amor conyugal, el brasileño es la canita al aire.
Como en la película de Woody Allen, de fondo suena “Una Furtiva Lágrima”, la aria más conocida de la ópera El elixir de amor de Donizetti. Pero a pesar del libreto, la lágrima resbala por el rostro del madridismo en forma de arrepentimiento. La aventura se ha convertido en rutinaria, al mismo tiempo que empezamos a echar de menos el discreto encanto del hogar. Vale que llevábamos unos años divirtiéndonos, pero ha llegado el momento de volver a casa. Marcelo empieza a resultar cargante, ya nada es como antes, sus chistes no hacen tanta gracia. Llegados a este punto, es preferible un Nacho conservador y obediente antes que un Marcelo anarquista y gracioso.
Como escuché decir hace unos años a un taxista en Sevilla: “Lo que no se te va en lágrimas se te va en suspiros”.