Sé que suena demasiado simplista, pero la gracia del fútbol es que, como la vida, puede ser tan complejo como sencillo, o los dos a la vez. Ayer Perú jugó en Nueva Zelanda el primero de los dos partidos más importantes de su historia moderna, y lo hizo muy mal. El golpe anímico que supuso la ausencia de Paolo Guerrero -la figura, el goleador y el capitán- se transformó también en una inmensa ausencia futbolística.
Perú es un equipo limitado, y lo ha sido durante toda la competencia. Pero la mayoría de las veces, a falta de ideas o de fútbol o de dinamismo, aparecía Paolo Guerrero. No sólo con sus goles, pero, sobre todo, con su presencia: cuando Perú no sabía qué hacer, se la tiraba al delantero que, sabe Dios cómo, la controlaba, la aguantaba, convertía las piedras en lingotes de oro. El plan B de la blanquirroja, cuando no resultaba el juego de toque, era dársela a Guerrero. Como en el recreo, cuando éramos niños, y la estrategia era dársela al hermano mayor.
Claro que la ausencia de Paolo no explica todo: ni la lentitud del juego, ni el pánico escénico, ni el inmenso -casi patético- miedo a perder. Por supuesto que hay que entender a los jóvenes jugadores de la selección nacional; chicos que hace un año ni se imaginaban ser el centro de atención, quizás hasta el termómetro, de un país que pide alegrías a gritos. Pero aun así, estos mismos chicos son profesionales, muchos de ellos ganan en un mes lo que los demás mortales no ganaremos en un cuarto de siglo y, por lo mismo, tenemos el derecho a exigirles un poco más.
Porque, no nos engañemos, en frente estaba una selección francamente floja, torpe, como los movimientos de un gigantesco muñeco de madera que avanza por la vida a trompicones. Nueva Zelanda tenía un plan: meter a todos atrás y tirarla para arriba a buscar el milagro. Jugaron a buscar a su delantero de metro noventa… pero estaba en el banquillo. El señor Chris Wood (el apellido es un poco el resumen de cómo juega su selección), delantero de estirpe, ni siquiera pudo empezar el partido. Y ni así.
La mejor jugada de Perú llegó al principio del partido -justo en el momento en que nos dimos cuenta los peruanos de que en frente teníamos a un equipo francamente débil- cuando dos jugadores neozelandeses se empotraron contra su propio portero. La más clara de la blanquirroja fue un casi gol en contra de Nueva Zelanda. Sintomático por donde se le vea.
En Wellington no hubo demasiado viento, ni llovió, ni fuimos siquiera visitantes, porque los hinchas peruanos -qué orgullo, eso sí- hicieron más ruido que los oceánicos. Simplemente fue un mal partido de fútbol, en el que se enfrentaron un equipo mediocre frente a uno peor, y en el que el menos peor se conformó con no perder, justamente por el miedo a quedarse sin nada.
En Lima, este miércoles, me temo que la cosa no será demasiado distinta. Nueva Zelanda apostará por refugiarse en su campo, por sacar petróleo de cada pelotazo largo o tiro de esquina, por terminar de aburrir a su rival y contagiarle sus limitaciones.
Y Perú seguirá sin Guerrero. Será una larga noche.