El embriagador aroma del rugby francés ha tornado en un olor a podrido fruto de una ambición devenida en arrogancia que le ha hecho perder sus señas de identidad. Hoy el XV del gallo carece de creatividad en su juego, no hay ni una brizna de talento en el juego de sus tres cuartos. El champagne ha dado paso al queroseno. No hay árboles que esquivar porque los han talados sus centros percutiendo contra todo lo que encuentran a su paso. Villepreux, Lourdes y los hermanos Boniface ya solo son bonitos recuerdos de aquellos años de vino y rosas en Francia.

En este proceso de deconstrucción emerge la figura de Bernard Laporte. Pernicioso personaje que conduce el rugby galo al fondo abisal en nombre del rugby moderno (y/o profesionalismo). El seleccionador que ‘testosteronizó’ a Francia en su día y el entrenador que sacó brillo a la chequera de Boudjellal, el estrambótico magnate del cómic que reventó el Top 14 fichando hordas de estrellas para ganar la liga gala y la Champions Cup. Hoy Laporte culpa a millonarios como Mourad de inundar las plantillas de los clubes galos de extranjeros, provocando «un daño estrucutral en los jugadores franceses, que cada vez disponen de menos minutos y balones de responsabilidad en los partidos». Más cómplice que mártir, en estos momentos Laporte es presidente de la Federación, y tras lograr la organización del Mundial 2023 cuenta con carta blanca para terminar de borrar del mapa cualquier atisbo de lo que en tiempo se llamó la ‘difference culturelle’ de su rugby, ese hedonismo tan francés.

Resulta especialmente desgarrador ver a Guy Noves, Santo Pontifice del flair en Toulouse durante tres décadas, consumirse al mando de una selección vulgar caracterizada por la mediocridad de unos jugadores superados por el peso de su camiseta. Cuatro partidos en la ventana de otoño. Un noviembre con tres derrotas y un empate. El último ante Japón, rival exótico que a punto estuvo el sábado de doblegar a los galos. «Hemos tocado fondo», admitió a regañadientes el capitán Guillhem Guirado.

En los últimos tiempos se han realizado sesudos análisis macroestructurales sobre el perjuicio del Top 14 en este proceso de descomposición. Una liga más interesada en ganar cuota de audiencia y mercado para disparar el contrato televisivo que de mantener un hábitat sostenible para los jugadores franceses. Sin embargo, el problema trasciende a ese macroanálisis. Es un problema de fundamentos. Los jugadores han dejado de interiorizar el carácter evasivo del rugby para musculizar la propuesta, como si el profesionalismo solo se tratase de dar la talla en la báscula. Los jugadores en Francia han perdido rugby en sus manos y su cabeza al tiempo que ganaban corpulencia. Como si músculo y fundamento fuesen algo inversamente proporcional. ¿Lo serán?

Hace años que Francia no tiene un 10 al que se le caiga el rugby de las manos. Ni siquiera un apertura capaz de relanzar a su línea por más que no sea capaz de ofrecer alguna pincelada de genialidad. Hoy alternan un primer centro reconvertido correcto como Trihn-Duc con un apertura lánguido como Plison y un jovenzuelo descarado como Belleau. La ‘anabolización’ de sus centros ha condenado a los alas a morir de inanición en la cal y no hay pelota que pase más allá del segundo centro sin que este se estampe contra el adversario en nueve de cada diez ocasiones. Decían los ingleses ufanos, «pudiendo dar un cabezazo para qué dar un pase». Hoy, es duro decirlo pero es así, los ingleses tienen más flair en su línea que los franceses y son los galos los que reparten cabezazos. Existe una excepción, Wesley Fofana, centro de aspecto más atlético que mastodóntico con pies de bailarín y una carrera serpenteante que siempre pone en ventaja a su segundo centro. Un rara avis en esta Francia decrépita. Hubo un tiempo en que el arriere era un aristócrata dentro de la caballería con gente como Blanco o Poitreanud, un 15 que musculó sin perder flair. Hoy echa el cerrojo un sudafricano que patea todo lo que le cae cerca sin sonrojarse.

Es lastimoso ver cómo se le caen las pelotas de las manos a los tres cuartos franceses, cómo chocan unos con otros, cómo van a limpiar el ruck en lugar de ir al apoyo, la falta de timing, la descordinación… ¿Imaginan al ballet Bolshoi bailando reggaeton? En esas anda esta Francia sin alma. Un equipo donde uno siempre sospechó que no había más plan de juego que mantener viva la pelota. Ahora la idea parecer que es asfixiarla en cualquier ruck gracias a un playbook moderno. La falta de talento es extensible a una delantera que no gana melés y que lleva años sin imponer su juego en las touch. Sin primeras ni segundas de referencia, todo se limita a una tercera en la que se celebran los placajes como antes de festejaban las descargas o las veces que se ganaba la línea de ventaja. Precisamente un tercera de lustre como Olivier Magne advertía que «en el actual Top 14 esta selección quedaría 15ª». Reflexión incontestable. Francia ya no piensa, ahora embiste. C’est la vie!

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