Voy a confesar un secreto. Yo sí, amigos míos, jugué en el primer equipo del Real Madrid. No me googleeis, ni me busquéis en los cromos de la época. No me vais a encontrar, ni falta que hace. Os cuento.

Yo vivía en Lugo, tenía cinco años y era agosto. En aquella época, los equipos de la Liga española no se iban a hacer las pretemporadas a China ni a EEUU ni gaitas modernas de esas de ahora. Las pretemporadas se hacían en España y se jugaban aquellos míticos torneos de verano. Uno de ellos era el Teresa Herrera, en A Coruña, en Riazor.

Para un niño de Lugo de 1978 , A Coruña era Nueva York, así que cuando mi padre me dijo: “Marcos, el sábado vamos al fútbol”,  sentí por primera vez los nervios previos de todo un debut. Pero había más. Mi papá tenía un bar y a día de hoy no sé todavía cuántos cubatas le costó, o si fue gracias a una apuesta en alguna timba de póker o de mus, pero el caso es que el viejo había conseguido que un fotógrafo nos colara a mí y a mi hermano en el campo para hacernos una foto con mi ídolo, Juanito.

Marco Basadre y su hermano, con Juanito.

Juanito era para mí Messi, Ronaldo, Neymar y todos los que queráis poner, juntos en un mismo hombre. Su forma de correr, de celebrar, de luchar, de vivir el fútbol era todo lo que yo soñaba ser algún día y ese sábado al fin lo iba a conocer. Íbamos a compartir equipo, mi equipo, nuestro equipo, los dos vestidos de blanco, los dos en el césped.

Yo era un niño bastante asustadizo y mi padre, para que no saliese corriendo en cuanto saltara a aquel estadio repleto de gente, me había dicho que podría jugar un rato. Yo me lo tragué, hasta el punto de que me costó, y mucho, dormirme la noche anterior.

Tengo vagos recuerdos -siempre tuve memoria de pez, la verdad-, pero cuenta la leyenda que después de hacerme la foto con Juanito y mi hermano sobre el césped de Riazor, en lugar de volver a la banda a los brazos de mi padre, salí como un torbellino hacía el otro lado. Imagino que no escuché los gritos del fotógrafo que nos coló, o que tampoco me importaron demasiado, el caso es que Juanito ocupó su lugar y solo Pirri se percató de que había un niño en el campo: yo.

El árbitro señaló el comienzo del encuentro y la pelota empezó a rodar ante la desesperación y los gritos del capitán del Madrid. Yo me quedé inmóvil esperando, imagino, que me llegara la  pelota. Fueron 20 segundos, quizá alguno menos. El juez de línea avisó entonces al trencilla, que paró el partido, y Pirri me cogió en brazos y me llevó hasta la banda. Mi padre quiso enfadarse, pero todo el mundo reía sin parar y no pudo. Yo era tan pequeño que no puedo recordarlo, claro, pero estoy casi convencido de que antes de salir del campo busqué a Juanito con la mirada para despedirme de él.

No recuerdo nada más. Solo que mi padre, otro madridista empedernido, ha contado esta anécdota miles de veces, y que a mí, esa foto con Juanito me acompaña desde aquel día hasta hoy: en todas mis casas, en todos mis caminos. Siempre que la enseño, la presento como el día que jugué en el primer equipo del Real Madrid.

Así que no, no soy un futbolista de esos de peinados raros, brazos tatuados, tableta de abdominales y coches deportivos. Nunca tuve mi propio cromo, pero puedo presumir de haber marcado en el Bernabéu -en la Copa Mahou-; en el Calderón -también en la Copa Mahou, en la misma portería donde lo hizo Isco- ; de haberle metido un gol a Paco Buyo en un partido benéfico en el Anxo Carro de Lugo y de haber sudado la camiseta, al menos durante 20 segundos, junto a La Maravilla.

No está nada mal.  

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