La presión asfixiante es como los amores de verano. Sólo duran un verano, y eso con suerte. La presión asfixiante, como cualquier acto de aceleración extrema, amoroso o deportivo, tiene una caducidad inminente. De modo que el único objetivo de una presión asfixiante, y hablamos en términos exclusivamente futbolísticos, debe ser asfixiar al contrario. De no conseguirlo, quien presiona será quien termine sin aire en los pulmones. Lo hemos visto tantas veces que doy por hecho que Simeone conocía los riesgos cuando ordenó salir a su equipo como si hubiera que espantar a un cuervo.
Lo que consiguió el Atlético durante los minutos que apabulló al Madrid tiene un valor eminentemente romántico, y no seré yo quien desprecie las emociones vaporosas. Durante ese tramo, un cuarto de hora que pareció un cuarto de vida, equipo y afición tuvieron tiempo de imaginar un mundo distinto y con los papeles cambiados, lo que no debe ser poco disfrute.
Escuché en cierta ocasión que ante la irrupción de un oso (tal vez fuera un tigre), la reacción más conveniente es permanecer erguido y fingirse enfadado, no aterrado, de manera que el animal no sea capaz de calibrar si el espécimen que le reta es caza o cazador, víctima o colega. Intuyo que el Cholo debió ver el mismo documental.
En el Metropolitano quedó comprobado que la estrategia es oportuna y también aplicable a los osos blancos; el problema sobreviene cuando del encuentro fortuito se pasa a la convivencia que plantean noventa larguísimos minutos. El Madrid superó la estupefacción cuando reconoció al Atlético y el Atlético inició la suya cuando levantó la mirada y avistó al Madrid. Entonces dejó de funcionar el truco de Cocodrilo Dundee. A partir de ese momento, el depredador ejerció como le corresponde. Rodeó a la presa y le fue robando espacio, oxígeno, esperanza. Quien no apostó por el Madrid cumplida la media hora de juego es porque no tenía dinero en el bolsillo.
La novedad es que el Atlético perdió fuerzas, pero no suspendió la rebelión. Su forma de defenderse, aún en los peores instantes, resultaba de una agresividad inaudita. Nadie como Lucas para simbolizar esa resistencia con pinchos. En su patada más estruendosa le partió la nariz a Sergio Ramos, pero dio otras muchas patadas formidables y además, y esto es lo extraordinario, también jugó estupendamente al fútbol.
Recuperar el equilibrio e igualar la contienda fue la principal conquista del Atlético. La del Madrid fue adaptarse a cada circunstancia. El choque entró entonces en el caótico paraíso de las prórrogas mundialistas, en las mismas carreras agónicas en busca del gol, de la salvación. De cada viaje volvían siempre la mitad. Por el camino caían futbolistas como si en lugar de jugar en el Wanda lo estuvieran haciendo en la playa de Omaha. No me entretendré en los penaltis al limbo ni en las rojas no vistas porque la guerra es la guerra, y es hermosa con un balón de por medio. No hicieron falta goles, esa vulgaridad, para alcanzar la épica que tanto manoseamos al primer destello. Aquí la hubo en las cantidades que reclamaba Homero.
Tan grande fue el espectáculo, y tan deliciosamente salvaje, que el único pecado lo cometió el árbitro cuando señaló el final a la hora indicada, como si el reglamento tuviera más importancia que el fútbol, como si los inventores hubieran puesto reglas para cercenar algo así. Claro que no. En el último apartado de las normas debieron incluir esta enmienda: si el partido es fabuloso déjenlo correr hasta que sólo pueda quedar uno.
Una vez más GENIAL Juanma.
Enhorabuena, seguiremos esperando esa prosa delirante y deportiva.
Saludos desde Mexico.
Yo es que ya no sé que poner sobre las crónicas de Juanma Trueba, sublime una vez más. Gracias como siempre