El pasado 30 de octubre en Las Palmas ocurrió un accidente: ganó el Deportivo. Los hinchas gallegos desplazados, que no eran tantos como acostumbran -lunes y a dos mil kilómetros de casa-, se frotaron los ojos y terminaron aplicándose colirio los unos a los otros: era la primera victoria como visitante después de 239 días; el primer triunfo lejos de Riazor en 23 partidos. Y, atención, la victoria número 12 en los últimos 112 partidos como visitante en Primera, o sea, solo una docena de noches de placer a domicilio desde 2009. Quizás por ello el goleador de aquella noche, Celso Borges, dijo después del choque, sin ironía: “No hay que caer en la euforia”.
Aquel partido supuso el debut del nuevo entrenador, Cristóbal Parralo, que dejó claro en dos retazos una idea de lo que quería: presión alta, líneas más juntas y desborde por bandas. Parece un recetario básico, pero el deportivismo no veía algo así desde hacía mucho tiempo fuera de casa. Seguramente desde la anterior victoria como visitante, en marzo pasado, en Gijón, recién aterrizado Pepe Mel. Aquellos fueron tres puntos fundamentales para la salvación de turno –el Depor sale a una por año, y casi siempre in extremis- y se dijo entonces que el nuevo míster, motivador nato, sacaría más jugo al equipo. No se cumplieron los pronósticos y Mel fue destituido hace unas semanas, después de enganchar varios resultados adversos. No le echaron pañuelos blancos en Tribuna ni broncas con aficionados a la salida del vestuario. Como habitualmente, la grada respondió al equipo con el apoyo incondicional de siempre.
En cierto modo, la ecuación es lógica si se mira hacia atrás: si el deportivismo no se levantó en armas tras dos descensos consecutivos, si no hubo motines en ninguna de las temporadas mediocres en los que cuarenta puntos parecen una quimera, resulta evidente que no lo iba a hacer por un inicio de temporada de medio pelo. Uno más. Es peor la sensación de lejanía, la poca identificación del hincha con los proyectos sucesivos, que no prenden como modelo de lo que le gustaría a la grada de Riazor, hospitalaria como pocas teniendo en cuenta la cantidad de jugadores y entrenadores que han ido pasando sin pena ni gloria por A Coruña.
Toda hinchada tiene su carácter. Están las catedráticas vascas, las fieles pero irascibles de la cuenca mediterránea, las operísticas de los dos grandes y las volcánicas del sur. Y luego está la estoica coruñesa, paciente hasta el extremo. Es verdad que a veces hay condicionantes que convierten una grada en un estado de ánimo permanente. Ocurrió durante quince años en A Coruña, una ciudad zambullida en el cambio de siglo en una secuencia multiorgásmica sin aparente fin.
Para recordar al desmemoriado: el Deportivo es un club de más de 110 años de historia que acarició la gloria al inicio de los 50, se convirtió en equipo ascensor en los 70, desapareció del mapa en la longa noite de pedra hasta los 90, momento en el que emergió como potencia durante esos tres lustros. Luego volvió a ser un equipo ascensor –subió y bajó dos veces consecutivas- hasta llegar a un presente urgido por la deuda pero en el que intenta asentar un proyecto en Primera. En todo ello se ha hecho acompañar de una masa social porcentualmente enorme –más del 10% de la población de la ciudad es abonada- y hoy es su mayor patrimonio.
Principalmente lo es por su fidelidad, pero también por la poca solidez de unos cimientos que podían haber sido de hormigón tras una etapa de bonanza nunca vista, una sociedad que creció como nadie de repente, compró estrellas, ganó seis títulos, y luego casi se cae de culo sin poder levantarse en una resaca interminable. Pero en todo ese trance la bandera siguió firme y ondeante, porque había quien la sostuviera.
Hoy no faltan razones para seguir aguantando el aliento: la deuda del club, hoy refinanciada de la mano de una entidad bancaria –a cambio, entre otras cosas, de darle nombre a Riazor- aprieta menos que hace casi cuatro años, cuando llegó el nuevo presidente. En ese tiempo, desde enero de 2014, ha tenido seis entrenadores, tantos como en los anteriores 23 años en Primera, con Augusto César Lendoiro al frente.
La nómina es variopinta en nombres y estilos, como una brújula desmagnetizada: empezó con Fernando Vázquez, heredado de Lendoiro, que tuvo que irse en el verano por desavenencias con la directiva. Su sustituto fue Víctor Fernández, que llegó descolocado y no dio fluidez al proyecto. Tras él llegó Víctor Sánchez del Amo, el primer técnico que había sido campeón de Liga con el Depor, que cuajó una excelente primera vuelta pero se le fue por el desagüe en la segunda. Se fichó entonces a Gaizka Garitano, del que se valoró su trabajo pero no le bastó para traducirlo en resultados. Y entonces firmó Pepe Mel. Comenzó como un tiro, tejiendo un colchón para la permanencia, pero después del verano no activó a un equipo que se había reforzado mejor que otros años, con un cuantioso aumento del tope salarial, y terminó cayendo. Ahora Cristóbal llega con la imagen del entrenador-revulsivo, un círculo vicioso en el que se ha visto inmerso el equipo por la situación de permanente precariedad clasificatoria.
A todo ello le ha sumado en los últimos tiempos una contingencia con aires de sainete: el carrusel de porteros en un marco habitualmente apacible en Riazor. Rebobinemos: este verano el portero teóricamente titular, Germán Lux, volvió a su River Plate para jugar la Copa Libertadores, y el Dépor apostó por la vuelta del gallego Rubén, tercer portero el año anterior y cedido a mitad de temporada al Anderlecht, donde destacó en la Europa League. Tras repescarlo se hizo con la titularidad, pero recién comenzada la liga se lesionó y, ante las pocas perspectivas que daba Tyton, suplente habitual el año anterior, el club salió a fichar de urgencia. Recaló entonces en A Coruña un gigante rumano llamado Pantilimon, cedido por el Watford. Entre él y Tyton se repartieron la portería durante un mes, pero evidentemente no contentaron a Pepe Mel, que en Ipurua, en octubre, alineó a Francis, un juvenil nigeriano que juega en el filial. Era el cuarto portero en ocho jornadas, récord mundial. Y lo peor es que la sensación que quedó flotando es que si hubiera más para probar, también se pondrían bajo palos. Se fue Mel, llegó Cristóbal y devolvió la titularidad en Liga a Pantilimon, en aquel partido del colirio en Las Palmas. A la semana siguiente, jaleado por su público, el Dépor contuvo con buen fútbol al Atlético de Madrid. Se esbozaba una idea de juego y el optimismo envolvía Riazor. Hasta el minuto 92, cuando Simeone, que ya había retirado a sus delanteros del campo, vio cómo Thomas ejecutaba una falta superando la barrera con suma facilidad y colababa el balón en la portería sin oposición de Pantilimon, que vio pasar el balón junto al hombro. Una estatua de sal. Gol y fin del partido. ¿La reacción de Riazor? Ovación cerrada al equipo. Tal es la adoración por el clavo ardiendo ahora mismo en Riazor que la frase fue unánime: “Ahora que parece que resucitábamos no tenemos portero”.
El colmo de los colmos que, sin embargo, no arredra a los más de veinte mil hinchas impenitentes de cada jornada en Riazor. Hay quien dice que es agradecimiento permanente a la etapa histórica que no se olvida. Hay quien dice que se debería, alguna vez, algún partido, reclamar algo más que las camisetas de los jugadores cuando las tiran a la grada. Hay quien dice, como un veterano de la grada de General, y quizás sea un sentir extendido, que “no se trata de paciencia, sino de resignación: ir como quien va al curro. Ni se piensa”. Se va, se anima y punto.