Cuando Cristiano marcó su primer gol, minuto 49, un viento de origen incierto meció las hojas de los árboles en el hemisferio norte y en buena parte del sur, temporal en Madeira. En esta ocasión no estaba generado por una diferencia de presiones atmosféricas ni por un contraste de temperaturas, lo más habitual. Era un suspiro, una espiración profunda que en los cuerpos más sensibles se acompaña de un gemido no necesariamente sexual. Procedía de los madridistas del mundo, unos 650 millones según estimaciones que no pondremos en duda porque nos faltan dedos para contar. Me atrevería a incluir a algunos miles de observadores imparciales y a unos cientos de enemigos no demasiado recalcitrantes. Tanta era la angustia de Cristiano por no participar con un gol en la fiesta del Real Madrid (0-4) que resultaba imposible no sentir cierta empatía hacia el delantero desolado. La ansiedad es una emoción altamente contagiosa.
Había marcado Modric de volea espléndida. Había marcado Benzema tras resolver un cara a cara con el portero. Había marcado Nacho con patada karateca y había repetido Benzema, esta vez a pase de Cristiano. Definitivamente, el destino es un cabrón. No satisfecho con retorcer el brazo de Ronaldo, le había forzado a pasar la pelota al interponer entre su bota y la portería media docena de piernas amarillas. Pero no se vino abajo, ni entonces ni en el vestuario, donde el descanso le debió parecer una eternidad en camiseta sudada.
A esas alturas, la inquietud era compartida por compañeros, espectadores y, posiblemente, rivales. Cristiano seguía sin marcar y el reloj le golpeaba con el segundero en la cabeza. Hasta que por fin marcó. Fue un cabezazo en el que necesitó de un pequeño aleteo para mantenerse en suspensión. Un buen gol, no cabe duda, pero minúsculo si lo comparamos con la sonrisa que iluminó el lado griego de Chipre (la frontera es infranqueable). No hay felicidad como la de los niños. Y como la felicidad también es altamente contagiosa, juraría que al suspiro de medio mundo (la otra mitad es del Barça) le siguió una sonrisa similar.
Liberado de su carga, Cristiano volvió a marcar cinco minutos después, pero ya no importaba tanto, porque las segundas veces se recuerdan peor. Lo importante era haberse arrancado la nube de encima. El tapón. Lo comprobará Sergio Ramos el día que le quiten los algodones de la nariz y pueda por fin respirar. Tomará aire, se llenará los pulmones y lo expulsará con un prolongado suspiro, brisa en Camas.