Uno es tan grande como grande le ven los demás. Y Gianluigi Buffon es inmenso. Su figura es respetada por rivales y venerada por sus seguidores. Y en ocasiones costaría saber quién le profesa más admiración. Porque si hay una palabra que resume los más de 20 años de carrera del portero italiano es esa, admiración. Sólo se puede admirar a quien es capaz de estar dos décadas en la élite de su profesión y sólo se puede aplaudir a quien disputa cinco Mundiales. Jugar un Mundial es un sueño. Participar en cinco, un milagro.
Si completar un ciclo mundialista supone cuatro años, aparecer en cinco torneos es un reto a la naturaleza. Una batalla ganada al tiempo. Un Mundial da para toda una vida de recuerdos. Cinco dan para ser recordado toda la vida. Una vida eterna.
Con 40 años, la distancia de un hombre al suelo acostumbra a marcarla la altura del sofá en el que está sentado. No es así para Buffon, que sigue lanzándose al césped como si fuera la primera vez que trata de evitar un gol. Y con la ambición de que no sea la última.
En Rusia podría haberse convertido en el primer futbolista de la historia en jugar seis Mundiales. La eliminación en la repesca contra Suecia cambió esa sexta presencia por las lágrimas de decepción y despedida de la selección, de sufrimiento por el fracaso de haber quedado fuera del torneo.
Se tendrá que conformar con los cinco ya disputados, que no es poco botín, igualado con el portero mexicano Antonio Carbajal (1950, 1954, 1958, 1962 y 1966) y el alemán Lothar Matthäus (1982, 1986, 1990, 1994 y 1998). El último de Matthäus fue el primero en el que apareció Buffon, aunque no llegó a disputar ningún partido en Francia ’98. En los cuatro siguientes ya fue titular indiscutible, incluido el de Alemania 2006, en el que conquistó el título, en lo que ha sido el momento más alto de su vida deportiva.
Ese año 2006 partió la carrera de Buffon en dos. De levantar la Copa del Mundo pasó a jugar en la Serie B por el descenso administrativo de la Juventus a causa del Calciopoli, el amaño de partidos mediante la designación de árbitros ‘favorables’. En una muestra de su enorme carácter y capacidad de compromiso, Buffon decidió permanecer en el equipo y jugar en la segunda categoría del fútbol italiano, como Nedved, Del Piero, Trezeguet o Camoranesi.
Con esa actitud, y su sobresaliente rendimiento, claro está, le ‘robó’ el corazón a los juventinos, que le profesarán un agradecimiento de por vida. Una hinchada que pasó por alto que en el transcurso de las pesquisas que se efectuaron en ese 2006, las investigaciones salpicaran a Buffon. Seis años después volvió a ser investigado por un caso de apuestas deportivas. La sospecha no llevó a ninguna consecuencia penal.
Más lejos queda el disparatado comportamiento de sus comienzos en el Parma. Al mismo tiempo que empezaba a ser considerado uno de los porteros del futuro de Italia acaparaba titulares por sus decisiones poco afortunadas. En 1999, antes de un Parma-Lazio, no se le ocurrió otra cosa que animar a sus compañeros escribiendo en su camiseta «Boia chi molla» (Verdugo al que afloja). Esta frase era el grito de batalla habitual de Mussolini y sus camisas negras. La peregrina defensa de Buffon fue que en el dialecto de su región era una frase de uso común, sin ninguna connotación.
Un año después decidió empezar la temporada luciendo el dorsal 88 en su camiseta, lo que provocó la indignación en la comunidad hebrea. Y es que el 88 es el número con el que los neonazis alemanes recuerdan a Hitler. La H es la octava letra del alfabeto y el «Heil Hitler!» lo representan con el 88 (HH). Buffon negó cualquier vinculación con el nazismo y quiso solucionar el problema cambiando al dorsal 77.
Años después, en una entrevista concedida a El País, explicó estos episodios relacionados con la extrema derecha: «Son experiencias de vida, negativas, que sirven para madurar. No me avergüenzo porque no lo hice de mala fe. Cuando fallé lo hice por ignorancia, no por mandar señales al exterior».