Hermanas, hermanos y blanquitos. Negros y chiflados. Policías y sus patronos. Todos son actores políticos. (…) Y si existe un infierno ahí abajo, iremos todos”. Así, con estas palabras premonitorias, navegando entre los elegantes riffs de una de las piezas más logradas de Curtis Mayfield (“If there’s a hell below”), arranca The Deuce, la nueva delicatesen de David Simon. Uno de los tótems sagrados de la ficción televisiva contemporánea.
Son pocos los críticos que a estas alturas no se han rendido ya a la calidad, el estilo y la revolución que supuso en su día la emisión de The Wire. No es nada original reconocerlo, de hecho. Esas cinco temporadas sobre la cara oculta de Baltimore ocupan un lugar privilegiado en el inexistente hall de la fama de las series de televisión. Lo ocupa a pesar de no haber obtenido en su día ninguno de esos premios tan subjetivos (y cuestionables) que se dan cada año. Lo ocupa, más allá de su evidente calidad, porque marcó una tendencia en muchas de las cosas que aparecieron a partir de entonces.
En esos cinco años aprendimos que las buenas tramas policiales no tienen por qué seguir siempre un ritmo endiablado. Que las historias no tienen por qué tener un único protagonista. Que los más fuertes tienen debilidades y que los más débiles pueden volverse fuertes cuando actúan es situaciones límite. Que en la vida real la línea que separa a los buenos de los malos es muy sutil y discontinua, y que no tiene por qué ser distinto en la ficción. Que la corrupción es muy parecida entre los que venden droga en las esquinas de una calle perdida, en la central de policía de esa misma calle, en la oficina del sindicato de estibadores, entre políticos o en la redacción del Baltimore Sun.
Diez años después, dejándonos entre medias un caramelo sobre un alcalde de Yonkers (Show Me a Hero) y esa maravilla imprescindible llamada Treme, Simon ha decidido juntarse con un viejo conocido, George Pelecanos, guionista y reputado escritor de novela negra del que recomiendo su cuarteto sobre Washington D.C., para volver con un nuevo puñetazo en la cara. Uno que duele lo mismo que alimenta. Que mezcla como nadie sordidez, elegancia y crudeza.
Con los inicios de la industria del cine porno como telón de fondo, la nueva ficción de HBO nos lleva hasta el Times Square neoyorquino de los años 70. A esa zona prohibida de la ciudad (calle 42 entre la Séptima y la Octava Avenida) en la que se mezclaban prostitutas sin futuro, chulos de color y lentejuelas, tugurios de garrafón, policías corruptos, hípsters desubicados, homosexuales clandestinos, artistas extremos, comercios que atendían las demandas más escabrosas, diners que funcionaban como zonas desmilitarizadas, sexo, muerte, mafias por doquier y mucho buscavidas. The Deuce, lo llamaban entonces.
Los entusiastas de David Simon están (estamos) de enhorabuena. La primera temporada de The Deuce no es sólo realmente estupenda sino que ha abierto la puerta a un mundo que tiene visos de convertirse en incluso mejor. La serie tiene una factura técnica impecable y una producción sumamente generosa que facilita mucho el que la recreación de esa ciudad concreta, en ese periodo concreto, sea fabulosa. El reparto, como acostumbra el señor Simon, es generoso, poliédrico y muy solvente. Existen varios personajes muy interesantes pero, y más allá de esa sorpresa que personalmente ha sido para mí encontrarme un James Franco creíble y contenido en un doble papel que podría haberse salido de madre, destaca por encima de todos el trabajo realmente excepcional de Maggie Gyllenhaal. Una prostituta rota, inteligente y nada sugerente que llena toda la pantalla.
Lo siento mucho por los detractores del trabajo de David Simon porque en The Deuce no encontrarán otra cosa que la mejor versión, adaptada y evolucionada, de lo que ya conocemos. Si es ese su caso, no deberían intentar acercarse con la intención de encontrar algo radicalmente diferente porque no lo van a hallar. Eso sí, recomiendo la aproximación. Al fin y al cabo, como dice el señor Mayfield, si hay un infierno ahí abajo nos vamos a ver todos y conviene acudir con la lección aprendida.