Zidane es un entrenador al que no se le comprenden los cambios durante los partidos y al que, a partir de ahora, no se le entenderán los cambios en general. Personalmente, nunca he concedido excesiva importancia a su peculiar criterio en las sustituciones. Lo he tomado como la única extravagancia de un personaje del que esperábamos otras. Un tic singular, ciertamente, pero una nadería en comparación con su formidable hoja de servicios. Sin embargo, lo extravagante se convirtió esta vez en imprudencia temeraria. Contra el Fuenlabrada, Zidane alineó una combinación de suplentes y becarios para la que no se permitió más corrección que la suplencia de Gareth Bale, ausente durante doce partidos.
Me pregunto si Zidane quiso probar a los suplentes concediéndoles una responsabilidad que no suelen asumir o si lo que pretendió fue testar a los becarios en condiciones extremas. Sea como fuere, asumió un riesgo innecesario, temerario incluso. Al dejar sin titulares a su once inicial anuló la ventaja que debía corresponder al Real Madrid. Igualadas las fuerzas, el Fuenlabrada puso más ambición y más hambre, seguramente estimulado por la presencia de tanto barbilampiño de blanco. Así se explica la primera mitad, el frío del madridismo y el calor del extrarradio.
Por momentos, se apareció el fantasma de Pellegrini, muerto a manos del Alcorcón. O el de Benítez, caído por el fuego cruzado entre el Cádiz y Cherishev. Parece mentira que Zidane no advirtiera el peligro porque lo advirtió todo el mundo. Ni sus dos Champions consecutivas hubieran resistido un desastre en la Copa. No se entiende que pusiera en riesgo ni su currículo ni la débil confianza de un equipo (y de una afición) que todavía no ha terminado la rehabilitación de un mal comienzo de temporada.
El Madrid salvó el susto cuando entró Bale en escena, pero a Keylor no habrá quien le quite el puñal de la espalda. El gol del inspiradísimo Luis Milla le confirma como sospechoso para los que siempre han sospechado de él. Tampoco saldrán indemnes ni Ceballos ni Marcos Llorente, incapaces de imponerse en el mediocampo. Solo Borja Mayoral, autor de un doblete, recordará con cariño la noche inhóspita que el Fuenlabrada se puso por delante y estrelló un remate al larguero que hubiera significado el 0-2.
Al final, no llegó la sangre al río, pero el miedo duró hasta que Bale entró al campo y se reveló como una presencia adulta entre jugadores por cuajar. No diré que todavía hay clases, porque sonaría clasista. Pero sí hay alturas, distancias y quilates. El empate final del Fuenlabrada fue el tipo de justicia que se reparte entre los mortales, un consuelo moral que sirve para calentarse una noche, aunque mañana los pies volverán a quedarse fríos.