Si alguna vez se han preguntado por qué nos gusta el fútbol les diré que es por esto. Porque el Fuenlabrada puede hacer tablas con el Real Madrid durante una hora. Porque el fútbol no es tan distinto en Primera y en Segunda B. Y porque humanizar a los ídolos nos sitúa a la mínima distancia posible de ellos. Nunca estamos tan cerca de ser futbolistas como cuando el equipo modesto planta cara al poderoso. Hace falta mucha fantasía para imaginarse futbolista del Real Madrid, especialmente a una cierta edad, pero no es necesario inventar mucho para verse con la camiseta azul del Fuenlabrada en heroica disputa contra el tiburón blanco. Tal vez me esté yendo por las ramas. El hecho es que ganó el Madrid y el marcador final fue tan prosaico y previsible que nadie leerá la nota adjunta cuando, inmerso en la posteridad, deba consultar este resultado. Sin embargo, cada partido admite una reflexión y los más anodinos hasta media docena. La primera ha servir para reconocer los méritos del anfitrión. El Fuenlabrada es un equipo que está muy bien pensado. Por delante, las virtudes de los modestos: orden, sacrificio y ambición. Por detrás, el Cata Díaz. Si han jugado al fútbol sabrán que nada inspira tanto miedo como un central de mirada torva y en esa categoría de individuos el Cata es el más horripilante. Ya pueden suponer que no estoy haciendo un retrato psicológico del personaje. Las apariencias son mentirosas y es muy posible que el señor Díaz sea tan tierno como el pan recién horneado, un tipo incapaz de matar una mosca, incluso un mosquito, ni siquiera una larva. Importa poco. Lo relevante es que el Cata potencia sus virtudes como central, que no son pocas, con un aspecto que nos hace pensar que fue él quien incendió aquellas naves más allá de Orión. No sabría decir cómo influyó la efigie del Cata en los delanteros madridistas, pero lo cierto es que las oportunidades de gol fueron escasísimas mientras duró el equilibrio. Durante mucho rato, los futbolistas del Madrid se perdieron en una retórica de pases sin futuro que dejaban sensación de promesa incumplida. Las triangulaciones se confunden con el buen fútbol hasta que descubres que los jugadores no están buscando la portería, sino haciendo mandalas. En semejantes condiciones, los goles tuvieron que nacer con el fórceps del fútbol, los penaltis. Para dar sentido al cometido por Fran García hay que hablar del vértigo. Quienes lo sufren en grado extremo se ven tan torturados que sienten deseos de saltar al vacío para terminar con todo. A un defensa le puede atrapar el mismo impulso. Agotado por la concentración y la marca, puede arrojarse al vacío de un agarrón fatal. Ignoro si el Cata aceptará esta justificación, pero las víctimas deberían intentar algo antes de ser ajusticiadas. El segundo penalti es bien distinto: es cierto que existe agarrón, pero el árbitro empuja más que el defensor del Fuenlabrada. En definitiva, una historia como tantas. El pequeño se aproximó hasta casi cumplir sus sueños y el grande se alejó de pronto para dejar constancia de que su mundo es el mismo, pero su barrio otro. Más o menos, como la vida misma.

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