En pleno cenit de esa burbuja imparable en la que se ha convertido la ficción televisiva, rodeados de una oferta inabarcable, con docenas de suministradores de historias y miles de matices distintos, poca gente recuerda hoy que el primer canal que consiguió arañar el trono de las series de culto que se había inventado HBO (y que hasta entonces monopolizaba) fue American Movie Classics (AMC). Cuando al poco de iniciarse el nuevo siglo el canal de suscripción estadounidense decidió salirse de su zona de confort (las películas clásicas) y apostar por un concepto muy particular de producción propia (limitado, original y rompedor pero sin perder el clasicismo), nadie pensó que se estaba moviendo la primera ficha del efecto dominó. Así llegaría Mad Men en 2007. Allí llegaría Breaking Bad en 2008. Y ya nada volvió a ser lo mismo.
En 2014 la situación era muy diferente. El número de medios interesados en producir este tipo de series había crecido de forma exponencial y el nivel de productos interesantes se había disparado hasta números inabarcables. Diez años antes era todavía posible controlar, más o menos, toda la producción de ficción que se hacía entonces para televisión. En 2014 resultaba ya imposible. Había que seleccionar. Había que hacerlo con pocos elementos de juicio y había que hacerlo rápido. Tirando de referencias conocidas, fiándose de pilotos impactantes o dejándose convencer por sofisticadas campañas publicitarias de diseño especializado.
El tiempo de ocio es un recurso limitado para la mayoría de los seres humanos así que empezó a ser una apuesta arriesgada eso de invertir diez o doce horas de tu vida en seguir la primera temporada de una historia desconocida. Había que elegir bien. En ese caldo de cultivo, comido por la ansiedad y en un año en el que, además de las ya consolidadas, había que pelear contra True Detective, Fargo, Flash, Penny Dreadful, Silicon Valley, The Affair, Transparent o Leftovers, apareció Halt and Catch Fire. Desgraciadamente, sólo un puñado de espectadores nos enganchamos en ese momento a una de las mejores series que se han proyectado en televisión en los últimos años.
No era fácil hacerlo. Reconozcámoslo. La nueva serie de AMC no fue especialmente publicitada, no tenía un piloto espectacular ni tampoco presentaba una historia muy evidente. No había sexo, acción o fantasía y rápidamente vimos que tampoco lo iba a haber después. No había actores conocidos ni personajes reconocibles. Ni siquiera estaba muy claro de qué iba. Se vendió como un refugio para geeks pero las referencias tecnológicas eran mucho menos evidentes que las de IT Crowd y no hacían tanta gracia como las de The Big Bang Theory. De hecho no hacían ninguna gracia. Estaban ahí, desde luego. Empezando por ese enigmático título.
Un modismo, mítico en el campo de la ingeniería computacional, que apelaba a una supuesta rutina en Código Máquina desarrollada para un ordenador prehistórico (IBM/360), en la que todas las instrucciones se ponían competir por el uso de la CPU hasta entrar en bucle y tener que reiniciar el equipo. Supongo que los cuatro nerds que pillaron el guiño quedarían encantados con el homenaje pero el resto se perdió por el camino. En realidad daba igual. Aquel legendario aforismo era tan sólo una metáfora perfecta de lo que pasaría en la serie durante los cuatro años siguientes.
La primera temporada, para mí la peor, expulsó a un gran número de espectadores. A los dudosos, a los alérgicos a la jerga ingenieril, a los impacientes y a los ávidos de sensaciones potentes. Localizada en algún lugar de Texas a principios de los años 80 y recreando (muy bien) los años en los que el mundo de los ordenadores estaba naciendo, asistimos a una historia interesante (algo predecible), entre ingenieros, programadores, tiburones de la industria y amas de casa. Era bonito y era raro. Era bueno aunque quizá no tanto. Aparecían ya sus cuatro protagonistas principales y podían verse algunos de los detalles interesantes que posteriormente marcarían su personalidad. Ese filtro verdoso en la imagen, ese omnipresente aspecto vintage, unos diálogos nada evidentes y sobre todo la excelente recreación de una época conceptualmente en las antípodas de la nuestra, aunque no tan lejana temporalmente y por ello difícil de recrear. Pero faltaba algo. Aquella primera temporada no fue nada más que la plataforma sobre la que la serie se disponía a despegar.
Y lo hizo. Halt and Catch Fire explotó en la segunda temporada. Es en ese momento cuando los dos personajes femeninos toman el epicentro de la trama, los masculinos se cargan de matices y el universo empieza a tener sentido. A partir de ahí las interacciones entre los cuatro protagonistas se sucederán y serán cada vez más sofisticadas. Todo se complica de forma muy sugerente pero sin que nos demos cuenta de ello. A lo largo de cuatro temporadas, sorteando multitud de aristas, viajaremos desde una fábrica de ordenadores primitivos localizada en algún lugar de Texas hasta una casa en el norte de California donde surge la idea de los algoritmos que usan los buscadores internet, pero no pasa nada si asumimos que todo eso es un simple decorado.
La búsqueda es más espiritual que física y, aunque el envoltorio sea muy bonito, lo verdaderamente importante de la serie está en sus personajes. Su crecimiento, su vulnerabilidad y su mezcla de genialidad e imperfección. Al final, de repente, te das cuenta de que has pasado por encima de temas como el feminismo, el amor, la ambición profesional, el espionaje industrial, la homosexualidad adolescente, la amistad, el papel de la mujer en la empresa, el matrimonio, la paternidad, el miedo a envejecer, la enfermedad, la pérdida, la conciliación laboral o la bisexualidad sin que te hayas dado cuenta. Sin citarlo explícitamente. Sin aspavientos pero con precisión extrema. También con naturalidad.
No se me ocurre otra serie (o película) en la que uno de los momentos más trágicos de la trama se decore con los acordes de So far Away, famoso hit de los Dire Straits, sin que parezca una aberración. Si me lo hubiesen contado antes de verlo no me lo hubiese creído pero hoy no me lo puedo imaginar de otra manera. La música, muy cuidada, es uno de los puntos fuertes a lo largo de toda la serie. Equilibrada y perfecta. Pero es que así es casi todo en Halt and Catch Fire. De una sutileza que abruma. De una contención que parece imposible que luego pueda funcionar. Entiendes las cosas sin que te las tengan que explicar. Algo que no es casualidad sino el fruto de un ejercicio de filigrana entre los guionistas, los encargados de la caracterización de espacios y unos actores en estado de gracia.
De ese enigmático Joe MacMillan (Lee Pace) y de ese genial Gordon (Scoot McNairy), pero especialmente de ellas. Es imposible no aplaudir la complicada evolución de Donna (Kerry Bishé, que aparece también en la tercera temporada de Narcos). Es imposible no admirar su fuerza, entender sus errores o estremecerse con ese discurso, feminista y crudo, que nos regala en el último capítulo. Y es imposible no enamorarse de Cameron (Mackenzie Davis, que aparece también en San Junipero, el premiado capítulo de la tercera temporada de Black Mirror). Un personaje por el que no sentía empatía alguna al principio pero al que le pediría matrimonio al final (probablemente sin éxito).
Halt and Catch Fire terminó el pasado 15 de octubre tras cuatro temporadas. En el momento justo. No la faltó ni le sobró un capítulo. Desapareció con la misma discreción con la que había aparecido pero yo me despedí de ella en pie y aplaudiendo. Tengo la sensación de que todos los que llegamos hasta ese momento hicimos algo parecido.
Totalmente de acuerdo. Gran serie que ha pasado totalmente desapercibida para la mayoría del público, lo cual no la desmerece en nada, si no todo lo contrario. Me ha emocionado como pocas a lo largo de los capítulos, sobre todo al final. Serie de culto.