La imagen tiene la factura clásica del fútbol argentino: “Vení, vení / cantá conmigo / que un amigo vas a encontrar / que de la mano / de Leo Messi / todos la vuelta vamos a dar”, cantan agitando sus camisetas un grupo de jóvenes jugadores en un vestuario, algunos subidos a un banco, otros en calzoncillos. Todos, a la par, cantándole al ídolo. Y el ídolo es el capitán de su selección, que acaba de hacer un partido expresionista, exagerado en la altura de Quito, para clasificar a Argentina de manera agónica para el Mundial de Rusia y añadir una muesca más a su palmarés.
Hay hinchas que, ante el agotamiento de adjetivos, tuitean poéticamente: “Quitame el sol de la bandera argentina y poneme la cara de Messi”. Pero existe la contraparte, el otro lado. Aquellos que ya habían embarrancado a esta selección argentina y que enderezaron el gesto tras la actuación del rosarino, tantas veces cuestionado antes, muchas menos ahora, por la hinchada más numerosa de Argentina, la más desapegada y a la vez (o por eso mismo) la más cruel: quien exige no es el hincha de club, de carnet, valla y tatuaje, sino el taxista, el ama de casa, el jubilado y el niño de quinto de primaria. 40 millones de entrenadores con el aliento en el cogote de La Pulga. La camiseta número 10 de Argentina pesa un quintal por razones obvias, pero a Messi le ha tocado transportarla durante más de una década como Sísifo a su piedra, hacia una cima inalcanzable. Al mejor le ha tocado vivir como un outsider. A la contra.
Y para comprobarlo no hay competición más fiel que la clasificación sudamericana a los mundiales, las que siguen llamando “eliminatorias” aunque sea una liguilla, por algo será. Más que las finales o los clásicos, este es el verdadero campeonato, la ruleta de la regularidad, el “pan y mantequilla”, que diría Toshack. Y además Argentina está obligado a ganarla, o sea, a quedar entre los cuatro primeros, los que dan la llave al torneo más esperado. Jugar la repesca como quinto mejor se deja para los uruguayos,
dicen los argentinos. En esta ocasión Messi se encargó de entregar el pasaje a Rusia en una forma no tan acostumbrada: más una epifanía que de excelencia cotidiana, más una gesta que la magia rutinaria, como ocurre desde hace doce años en Barcelona. Por eso conviene hacer un viaje rápido por las previas a los últimos tres mundiales para ponderar su importancia: con sus tres goles se convirtió en máximo goleador histórico argentino en las clasificaciones. Porque es, curiosamente, en la frialdad de las fechas y
números, en el recuerdo del vértigo de los tiempos y el repaso de los nombres que han jugado junto a Messi o que lo han dirigido (ocho seleccionadores en doce años), donde se puede entender el bucle en el que vive Messi con su selección.
2006
Cuando empezó la fase de clasificación para Alemania Messi todavía veía a su selección desde el juvenil del Barcelona. Era septiembre de 2003 y a Argentina la entrenaba, aún, Marcelo Bielsa. Tuvo que esperar dos años para debutar con la absoluta, en un extraño partido amistoso contra Hungría: entró en la segunda parte y Marcus Merk tardó cuarenta segundos en expulsarlo, por sacarse de encima al defensa en el primer balón que tocó. Allí estaban con él Sorín, D’Alessandro, Crespo. En la clasificación debutó contra Paraguay en Asunción: diez minutos. Después se coló en el equipo en los últimos dos partidos, hasta dejar a Argentina segunda, empatada con Brasil. En el banquillo ahora estaba José Pékerman.
Con él surgió la primera polémica de Messi en la selección. Ocurrió en Berlín, cuartos de final del Mundial. Mientras se consumía la prórroga y Argentina empataba con Alemania, un país entero le gritaba a la tele cuando cortaban el plano sobre el seleccionador. Querían que pusiera a Messi, pero no lo utilizó: para el último cambio prefirió meter a Julio Cruz. La imagen que quedó de aquel chaval que tenía que comerse el mundo desconcertó a muchos: apoyado en el banquillo, ausente, con las piernas estiradas, mirando al suelo. Hubo penaltis y Argentina se marchó a casa.
2010

En el trance de esos cuatro años Messi vivió su período más tormentoso con Argentina, a la vez que su estrella brillaba en toda su extensión en Barcelona. En 2010 ya era campeón de Europa dos veces, ya era Balón de Oro, ya había sido colocado por Guardiola como falso 9 en el histórico 2-6 del Bernabéu, pero para los argentinos, para muchos de ellos, era solo un chico que nunca había jugado en el fútbol argentino y que aparecía de cuando en vez por Ezeiza como un marciano apocado. Un pechofrío que solo –solo- consiguió la medalla de oro en Pekín 2008 con la selección olímpica. De momento, su único título con Argentina. Pero la absoluta era otra cosa. En una agitada jugada, el año anterior la AFA había sustituido al Coco Basile (que llevó a la selección a la final de Copa América de 2007) por Diego Armando Maradona. Casi nada. En unos meses tediosos en los campos y vertiginosos en sala de prensa, Argentina llegó al último partido sin clasificarse. En el Centenario de Montevideo, contra Uruguay, el héroe no fue La Pulga sino Mario Bolatti. Hoy juega en la segunda división argentina.
En ese equipo estaban Heinze, Jonás Gutiérrez, Verón. Y Maradona gritándole a los periodistas, a los que le dedicó sus más hirientes estribillos en sala de prensa. En Buenos Aires se festejaba la clasificación en el Obelisco con una gran hinchable con la cara de Maradona. Messi pasaba en segundo plano, pese a que fue el máximo goleador de las eliminatorias, junto a Agüero y Riquelme, y se citaba con la historia en Sudáfrica. Pero allá no metió ni un solo gol y penó con el esquema maradoniano, con un mediocampo desierto. Se volvieron a ir en cuartos y frente a Alemania. Argentina seguía mirando de reojo a Messi.
2014
Otro ciclo, otro seleccionador. Alejandro Sabella comandó el camino hacia Brasil, con el pasaporte sellado dos partidos antes del fin, en Paraguay y con doblete de Messi. Podría parece que no pasó los apuros de otras veces, pero en la clasificación hubo un antes y un despúes: la remontada contra Colombia en Barranquilla, en un partidazo para recordar de Messi. Ese día a su lado jugaban Clemente Rodríguez, Rodrigo Braña, Guiñazú. El rosarino terminó con diez goles en catorce partidos: números de Barcelona.
La hinchada ya lo veneraba por decantación, pero no tardaban en llegar los reproches a la mínima oportunidad. Ocurrió al inicio de ese cuatrienio, en 2011, durante la Copa América de Argentina, donde cayó, como anfitriona, en cuartos de final, con el Checho Batista en el banquillo. Tampoco sirvió: fuera. Se sobrepuso en la clasificación, ya con Sabella, y llegó a las puertas de Brasil, otra vez, encantada de conocerse y poniéndole a Messi la etiqueta de obligado ganar el Mundial. Y Messi, a lo suyo. Porque aunque el Mundial no fue brillante para Argentina ni para él ni para la selección, en cambio fueron solventes y llegaron a la final –a la final- y el resto ya lo sabemos: el partido igualado, las oportunidades de Higuaín, la de Messi que se fue a un palmo, el gol de Gotze. Fundido a negro y a remar cuatro años más.
2018
Messi ha cumplido treinta años, lo ha ganado todo con el Barcelona, ha batido todos los récords y recoge reconocimientos planetarios. Pero aunque también en Argentina parece haber unanimidad, aún –aún- queda un poso de suspicacia. Aunque sea a modo de registro, cabe repasar sucintamente todo lo ocurrido desde aquel gol de Gotze, agarrados y sin respirar: quince días después de la final de Maracaná muere Julio Grondona, mandamás del fútbol argentino durante tres décadas. Se va Sabella, entra
Martino. La AFA es un conjunto de reinos de taifas y vive el bochorno de elegir presidente y resultar en empate (el famoso 38-38 cuando eran 75 asambleístas).

Deportivamente llega a dos finales de Copa América, 2015 y 2016, y pierde ambas: Martino se va y Messi anuncia que se retira de la selección. Es un amago solo. Vuelve. Entra Patón Bauza. Dirige ocho partidos y Argentina se aboca al desastre. Además, a Messi le caen cuatro partidos (que serán dos) por insultar a un linier, vía lectura de labios. Argentina está casi fuera del Mundial. Entra Sampaoli. Empata, en Uruguay, empata contra Venezuela, empata contra Perú, cambiando La Bombonera por el Monumental. En este tiempo han jugado decenas de jugadores junto a Messi, especialmente en la zona de ataque. De Agüero a Higuaín, pasando por Icardi, Dybala y hasta Benedetto, pero no hay acierto. Llega el partido de Quito. Tres goles y para casa.
Hace más de un año que no marca nadie que no sea Messi en la selección argentina. Pero ahora ya da igual, está clasificado y el hincha ya dice –otra vez y sin solución de continuidad- que hay que ser campeón en Rusia. Que ahora puede haber patrón, pizarra, proyecto (pero hay que tener paciencia) donde antes hubo yermo (en 17 partidos Argentina no repitió equipo y usó más de cuarenta jugadores. Que no se sabe quién será el 9. Pero que sí se sabe quién será el 10. Lo importante del contexto: todo sucede el día que se retira Robben, un señor jugador al que un buen día de 2005 Messi robó un balón en Stanford Bridge y lo dejó con cara de tonto. Todo sucede el día en que Puigdemont practicó la marcha atrás con la independencia de Catalunya, allí en la ciudad de Messi, Barcelona, tan lejos y tan cerca de Quito.
La clave final de la trascendencia de Messi la dio aquella noche Andrés Burgo, maestro periodista, en un simple tuit, tan irónico como revelador de la relación argentina con su crack, tras de la exhibición de Messi en Quito: “…Pero Messi mira para abajo en el himno”. Pues eso.