El rostro de Claudio Pizarro empieza a derretirse lentamente, igual que sus brazos. El fuego comienza a apoderarse de las piernas y parece alimentar el jolgorio de las personas que rodean el espectáculo. Decenas de adultos, ancianos, niñas y niños que gritan y sonríen y bailan alrededor de la fogata. El sonido se mezcla con el de los fuegos artificiales, que iluminan el cielo limeño en pleno cambio de año.
En el Perú, la tradición de quemar muñecos de personajes públicos a fin de año está bastante extendida. Normalmente, empiezan a venderse en los mercados, a partir de los primeros días de diciembre, figuras de cartón de políticos corruptos -tenemos como para escoger, como podrán imaginarse-, de ex presidentes presos -también contamos con un par- o de celebridades venidas a menos, de esas que deambulan por los medios buscando unos últimos flashes antes del fin. Es una incineración catártica, con la idea de empezar el nuevo año con los demonios en cenizas. O algo así.
No es normal, por otro lado, que de los puestos de venta cuelguen muñecos de futbolistas, esos héroes incondicionales que distraen a las masas los fines de semana, que nos permiten soñar en vez de tener pesadillas. Sin embargo, ya no es extraño observar a Claudio Pizarro, capitán de la selección peruana desde hace más de una década, goleador extranjero histórico de la Bundesliga, ídolo y embajador oficial del Bayern Múnich, en su versión de cartón, al lado de la sección de los fósforos y el queroseno.
¿Por qué tantos peruanos quieren quemar el muñeco de Pizarro? La pregunta contiene, en realidad, varias otras preguntas más trascendentales, que probablemente no podremos responder en este espacio. ¿Por qué el fútbol despierta tanta pasión y tanta furia en el Perú? ¿Por qué utilizar a una figura como chivo expiatorio de todos los males de la sociedad? ¿Por qué quemamos viejos ídolos? Pero volvamos a la primera: ¿Por qué el Perú se lleva tan mal con Pizarro?
La razón más clara tiene que ver con su rendimiento. Claudio debutó en 1999 y, desde entonces, ha disputado cinco procesos clasificatorios para el Mundial, 45 partidos en los que ha marcado sólo seis goles. Pizarro siempre fue el líder y titular en los seleccionados en los que participó, y está claro que su bajo rendimiento no era un problema netamente individual: la única selección que hizo un buen papel en eliminatorias es la actual, a la que él llegó en el declive de su carrera. Todas las demás han sido equipos mediocres, fracasados, básicamente perdedores, con muy poca credibilidad. Y que dependían, básicamente, de lo que se inventara el entonces delantero del Bayern.
El capitán estuvo vinculado a un problema disciplinario, en el 2007, en el que, después de empatar en casa ante Brasil, algunos seleccionados realizaron una fiesta en la concentración del equipo en un hotel limeño. El entonces entrenador, Chemo del Solar -cabeza de una de las campañas más tristes de la historia de la selección-, acusó a Pizarro, el capitán, de proteger y permitir la celebración, aunque nunca dio pruebas. Claudio fue apartado de ese proceso clasificatorio y firmó para siempre su sentencia para los aficionados. No sólo era un delantero que rendía en su club y no en su país, sino que, además, representaba lo peor del jugador peruano: la indisciplina.
Si bien Pizarro volvió para el proceso siguiente, y fue capitán bajo el mando del uruguayo Sergio Markarián, ya estaba sepultado. Luego de un penal fallado contra Argentina, ya parecía claro que la suerte estaba echada: Claudio había fracasado para siempre. Como comentamos en la columna anterior, Ricardo Gareca dejó de convocarlo y eso coincidió con el punto de quiebre para la selección en las eliminatorias, ya que terminó metiéndose en la repesca para el Mundial por primera vez en su historia.
Pizarro ha dicho que seguirá jugando este año motivado básicamente por su sueño de ir a Rusia. Gareca ha respondido que lo respeta, que es un embajador del fútbol peruano en el mundo y que no lo ha borrado del universo de seleccionables. Si Perú le gana a Nueva Zelanda, Claudio tendrá más motivos que nunca para seguir trabajando por cumplir su sueño, ya como suplente de Paolo Guerrero -quien, a diferencia de Pizarro, rindió más en selección que en sus clubes-; como un referente en el vestuario y no en la cancha.
No tiene nada garantizado: su llamado depende de que esté en buena forma y con continuidad en el Colonia, el club que lo fichó cuando estaba sin equipo y con la ventana de fichajes cerrada. Depende también de lo que pondere Gareca, ya que probablemente echarse a la opinión pública en contra no sea una estrategia muy sabia, aunque está claro que, con la clasificación conseguida, el seleccionador tendría más crédito. ¿Se puede decir lo mismo de Pizarro? Probablemente no, pero los goles a veces hablan solos.
Quizás en el 2018 los peruanos volvamos a nuestro viejo hábito de buscar al político de turno en el puesto de fuegos artificiales, y no al delantero que lleva el número 14 en la espalda. Sería sano para todos los involucrados.