Tengo la sensación de que cuando el pasado miércoles los jugadores de Atlético de Madrid enfilaron el vestuario del Estadio Olímpico de Bakú tras empatar contra un desconocido equipo azerí, acababa de abrirse una grieta en el alma colchonera. Pequeña pero evidente. Sanable pero dolorosa. El equipo, sumido en esa especie de espesa melancolía que le acompaña desde el pasado verano y que atenaza las voluntades de los que salen vestidos de rojiblanco, no había sido capaz de reconocerse a sí mismo. Acabaron por hacerse realidad unas dudas que antes sólo parecían estar flotando. La afición, ampliada en número por los nuevos aires de grandeza pero aturdida por tener cambiadas todas las referencias históricas, empezó a desgarrase en varios frentes. Los que demandaban sangre y los que pedían prudencia. Los que trataban de abrigar el cuestionado corazón colchonero y los que habían estado esperando en la trinchera con el cuchillo entre los dientes para salir ahora de caza. Los que apelaban al espíritu de la historia reciente y los que preferían zambullirse en no sé qué concepto estandarizado y plastificado de grandeza. Decía el bueno de Joaquín Sabina que no hay peor nostalgia que añorar lo que nunca ha sucedido y qué razón tenía.
El Atleti no está bien pero la razón parece bastante evidente. El fin de ciclo que tocaba celebrar el pasado verano quedó truncado por el extraño caso de la sanción de la UEFA y la posterior sentencia del TAS. Los jugadores que tenían que salir tuvieron que quedarse. Los jugadores que tenían que llegar fueron invitados a permanecer en el exilio. Los veteranos que tenían que soltar el testigo tuvieron que mantenerlo para seguir tirando del carro mientras los jóvenes, improvisando, trataban de cubrir las heridas con talento y errores. Simeone, que tiene siempre prohibido mirar atrás o lamentarse, trató de extender seis meses más las jerarquías de antaño e incorporar a la dinámica del equipo a todos los que a esas alturas estaban desperdigados por el andén pero no ha podido. Se ha empeñado más allá de lo humanamente tolerable pero no funciona. Hay jugadores que no están ni van a estar. Hay otros que quieren estar pero ya no pueden. El resto, incluido ese puñado de jóvenes que hoy por hoy sostienen el equipo, se debaten entre el mal estado de forma y la incógnita.
Así es y así será como mínimo hasta que se abra la siguiente ventana de fichajes pero es lo que hay y no sirve de nada lamentarse. Así ha encarado el Atleti su noveno partido de Liga frente al Celta. Como un Jake LaMotta mermado y golpeado que trata de no perder las piernas hasta el próximo asalto. Como un soldado prudente y desarmado que sabe que todo lo que no sea morir es una posibilidad de volver a ganar mañana.
Volvemos a Madrid!! Con tres puntos importantes!!!??⚽ pic.twitter.com/R6gkpuZvlC
— Diego Godín (@diegogodin) October 22, 2017
Si el fútbol fuese una actividad basada en la justicia es muy probable que el Atlético de Madrid no hubiese conseguido los tres puntos en Balaídos pero es que no lo es. Ni fue mejor que el Celta, ni tuvo más el balón ni lo jugó mejor que su rival. Es más, apenas lo jugó, pero acabó ganando. Los dos equipos, quizá aturdidos por esa grada lateral vacía que por motivos de seguridad había quedado prohibida para los aficionados (otro de esos reglones torcidos de La Mejor Liga del Mundo), saltaron al campo algo temerosos.
Fueron los gallegos los que primero se quitaron los complejos. Se quedaron con el balón y empezaron a usarlo sin verticalidad pero con criterio. El Atleti se limitaba a tratar de ocupar el campo con cierto rigor táctico pero poco más. Así transcurrió la primera media hora. Con un buen Celta, sin gol, y un mal Atleti que no recibía peligro. Entonces apareció Correa entre líneas y los de rojiblanco consiguieron trenzar un par de jugadas que demostraban que también saben hacer cosas con el balón en los pies. El equipo obtuvo un córner aislado en una de esas estiradas y fue precisamente tras la ejecución de ese saque de esquina cuando obtuvo el gol. El único de todo el partido. Un balón que quedó botando en el área y que Gameiro enganchó para meterlo en la portería de Sergio. En ese momento empezó y acabó el partido para el Atlético de Madrid que es lo mismo que decir que empezó y acabó el partido.
La segunda parte fue atroz. Para un espectador neutral y para uno que no lo es. El Celta monopolizó el balón y el juego pero se topó con dos grandes problemas que me cuesta mucho clasificar en orden de importancia. El primero la falta del gol del equipo gallego. Algo muy común en muchos equipos de la Primera División española pero que se hace dramático en el de Unzué. El segundo fue que en la portería rojiblanca jugaba un tal Oblak y esos son palabras mayores. El portero esloveno, seguramente uno de los mejores del mundo, está en un estado de forma prodigioso que hace que el equipo de Simeone sea ahora mismo él y diez más. Sólo un polivalente Saúl parece poder hacerle sombra.
El fútbol es capaz de llenar libros enteros de literatura y horas enteras de presunta información deportiva pero no deja de ser un juego en el que gana el que más goles mete. Por suerte o por desgracia ese ha sido hoy el Atlético de Madrid y ojo, porque tiene diecinueve puntos en nueve partidos, no ha perdido todavía y ha jugado ya con Barça, Valencia, Athletic y Sevilla. La noche es espesa, las heridas se ven y la sangre se siente pero el púgil respira todavía y la fe parece viva. Tiene pasado y tiene rabia. La luz de la mañana terminará por aparecer en el horizonte y habrá que ver entonces en qué estado ha quedado cada uno. Mucho cuidado con los boxeadores orgullosos a los que no se ha terminado de noquear.
Muy buena crónica, a seguir así y enhorabuena por el nuevo proyecto,Que tengáis toda la buena suerte del mundo.